RELATOS

LAS CÁMARAS ASESINAS




                                                                                                                                   a  Freddy Quezada,
                                                                                               “El niño-dios con unos terribles bigotes”
 
por  KENNETH CHÁVEZ©
 


  Me siento responsable de esa resignación que hay tu mirada–dijo Cecil Beaton mientras, sentado sobre un anticuado escritorio de madera, se percataba del silencio amenazador de las pupilas de Greta–. Hay que cambiar las cosas–continuó–. Hay que romper los paradigmas establecidos por los fofos del cine. Extraño mucho de ti ese pasado en blanco y negro, los retazos grises y sepias eternizando los pequeños instantes, el tiempo dormido en la tierna mudez de tu imagen.


Greta apenas escuchaba lo que Beaton decía; fumaba plácidamente su mediano cigarrillo disparando, con su juntura de labios, copos de humo en el vacío inmediato. Se levantó de su cómodo diván y destripó las brasas de su cigarrillo contra las viejas colillas del cenicero de porcelana. –Tú no entiendes nada– le refutó Greta–. Este rostro no es de Ninotchka, Karenina o Gautier. Este rostro es de Greta Lovisa Gustafsson, la misma chicuela pobretona de Estocolmo, la comerciante de sombreros del Almacén Pub, sólo eso.


–¡Pero qué cosas dices, Greta! Tu rostro es aún bello y fresco. Todavía eres tú: “Greta Garbo, la que ríe”, ¡la mejor actriz de cine de todos los tiempos!


–¡Déjate de pendejadas, Cecil! Esas boberías se las acepto a los majaderos de Hollywood. Ya estoy bastante mayorcita para el negocio y tú lo sabes, todo el mundo lo sabe. Además, ya no le quiero ver la cara a nadie, y tampoco quiero que me la vean a mí. Así que guarda esa maldita cámara, ya no permitiré que se lucren de mi decrépita fachada.


Greta se acomodó el mojado camisón blanco que traía puesto; uno de sus senos se asomaba curioso aprovechando la ausencia de un botón. –Tengo que ir al baño. Guarda esa cosa si quieres que sigamos siendo amigos, de lo contrario puedes tomarme una foto en el cagadero mientras aspiro otro cigarrillo. Así podrás captar cada detalle de mi ceremoniosa seriedad que todos se inventan porque no tienen más nada que hablar.


El desalentado fotógrafo desarmó el alargado trípode y desmontó las lentes de su enorme Nikon y las guardó en la mochila verdeolivo que traía consigo y, luego de apagar las lucecitas que iluminaban el estudio improvisado en medio de la pequeña sala, sacó un manojo de fotografías que en un tiempo atrás le había tomado a Greta, las miró tiernamente una a una mientras las iba poniendo en fila sobre el escritorio. Beaton pensó que Greta tenía razón, ya nada era igual a aquellos tiempos, el mundo estaba tan mediatizado que había perdido la esencia ética de las cosas, y que si la revista Imagen quería obtener las fotografías de Greta era únicamente un acto lucrativo.


□ □ □



Beaton observaba con detenimiento las fotografías mientras reflexionaba sobre el pasado, sobre cuando conoció a “La Divina”, como le llamaban a Greta por su carácter hosco, inalcanzable, y a la vez tan lleno de dulzura. La había conocido en 1926, en ocasión del estreno de su éxito cinematográfico El demonio y la carne; no era costumbre que la actriz llegara a los estrenos de sus propias películas, pero, ese viernes nocturno de abril, el fotógrafo la descubrió infiltrada entre los espectadores. Nadie conocía mejor a La Garbo que Cecil Beaton, por lo que ni el sombrero ni las enormes gafas oscuras que llevaba puestos fueron obstáculo para que el fotógrafo la reconociera. Greta Garbo estaba sentada coincidentemente en la última fila del salón a la par de Beaton. Cuando él la vio pensó, casi de manera instintiva, en sacar su cámara y robarle una foto, pero se acordó que Greta muy rara vez llegaba de incógnita a los estrenos de sus películas para escuchar qué opinaban los espectadores de sus actuaciones, y que si tomaba la foto todos los asistentes se percatarían de la sorpresiva presencia de la actriz, y esto más bien la alejaría y hasta era posible que cargara con el desprecio de La Garbo por una eternidad, ya que era despiadadamente rencorosa, y quizá se ocuparía de mover algunos cables para destruir su ya entonces miserable carrera de fotógrafo. Así que dejó la Nikon en su lugar y prefirió seguirle el juego haciéndole pensar que no se había percatado de quién era. Al final de la película Beaton no siguió las ovaciones del público que se levantó enérgico y entusiasmado por el buen final del estreno; en cambio comentó, de forma artera y estratégica, que el filme era un asco. Greta lo volteó a ver muy extrañada y, casi en estado colérico, le preguntó muy enfática:



–¿¡Un asco!? ¿Dice usted que es un asco?



–¿A ti te parece bueno, eh! –le expresó con exquisito sarcasmo Beaton–. Claro, no es de sorprenderse. Todos alaban de forma mecánica a La Divina. La aplauden porque al hacerlo se sienten intelectuales refinados. Usted parece una intelectual, ¡hágalo!




Cecil se marchó luego de su crudo comentario. En el salón todos los espectadores y críticos de cine sonreían, se formaban en círculos amistosos para brindar y celebrar el éxito de la película. En cambio, Greta estaba aturdida por el comentario de Beaton, así que decidió seguirlo mientras éste atravesaba la multitud. El fotógrafo sabía que la actriz se había resentido por su pequeña dosis de causticidad, así que tuvo la certidumbre que ésta lo seguiría automáticamente. Conocía bien el temple de La Garbo, y sabía que no se quedaría con el veneno de ese piquete. Así que caminó lentamente atravesando la puerta de la sala y continuó por las estrechas aceras Neoyorkinas. No pasaban treinta segundos desde que salió del lugar cuando escuchó detrás los ligeros martillazos de los tacones sobre el pavimento, y en seguida la voz que le gritó: –¡¿Un asco?!


El alacrán había acorralado a su presa. Beaton la invitó a un café, y ella cautelosa rechazó la oferta. Prefirió invitarlo a tomar unas copas de whisky en su apartamento del Central Park; <<Es cuestión de privacidad>>, le dijo. Cuando entraron a la acogedora sala y se sentaron sobre un pequeño pero cómodo sofá, La Divina se quitó lentamente las oscuras gafas que llevaba puestas, y le reveló su verdadera identidad, a lo que Cecil Beaton reaccionó con una mínima sonrisa. Se emborracharon durante toda la noche y platicaron sobre varios aspectos técnicos y comerciales del cine mudo y sobre cómo éste iba siendo desplazado por el nuevo cine sonoro, y también conversaron con cierta complicidad sobre lo imbécil que era la gente que se creía intelectual por calificar de buenos los asquerosos pastiches de algunos productores seudoindependientes. Greta, que tenía una voz grave y a la vez reposada, hablaba con una enigmática seriedad, por lo que el fotógrafo se cohibía ante cualquier comentario que fuera motivo de risas; y esta falsa seriedad de Beaton permitió que la actriz se sintiera aún más cómoda con su compañía, por lo que le propuso quedarse a dormir esa noche, propuesta que él aceptó con mucho entusiasmo reprimido; sin embargo, cuando el fotógrafo se levantó para ir al baño, Greta, empujada por su paranoia, aprovechó para revisar la mochila que éste traía consigo. La abrió y encontró la enorme cámara Nikon y varias fotografías de actrices, incluyendo una muy patética suya. La Garbo estaba furiosa al pensar que se trataba de un paparazzi más de la fauna periodística, no obstante supo controlar su ira. Cuando Beaton regresó a la sala, Greta le pidió en tono seco y amargado que se marchara, que quería estar sola. Él sospechó que la actriz comenzaba a mostrarse irritable con sus esnobismos baratos de soledad; así que se marchó sin refutarle una sola palabra.


Cecil Beaton nunca llegó a enterarse que La Garbo lo había echado por creer que era un asqueroso paparazzi, hasta que él mismo la volvió a buscar y ella le manifestó su aversión. Sin embargo, el fotógrafo no la había ido a buscar a su departamento por decisión propia, sino porque la célebre revista Imagen así se lo había asignado, y Beaton, que se encontraba en el estado más penoso de los fracasos económicos, tuvo que doblegarse a dicho mandato. Imagen, como otro centenar de revistas y medios televisivos del mundo, quería obtener aunque fuera una sola fotografía de “La Divina”, a partir de que ésta, hacía diez años atrás, anunciara su precoz retiro del mundo del cine con el extraño argumento que no quería envejecer ante las cámaras. Apenas tenía 36 años cuando Greta asumió tal posición, que a todos les pareció un disparate, sin embargo, esto fue contribuyendo a que La Garbo se convirtiera en un leyenda viva del cine. Por eso todos los medios de comunicación querían tener en su exclusivo poder imágenes de La vieja Greta. Tal era el compromiso de Beaton que él mismo estaba fatídicamente convencido que si no cumplía con esta misión su carrera como fotógrafo se vendría a pique, por lo que con trípode y cámara en mano abordó un taxi y se dirigió directo al Central Park en busca de su “decrépita musa”.


Cuando llegó al lugar golpeó tres veces la puerta, pero nadie abrió. El fotógrafo supuso que la actriz ya no vivía en New York, por lo que se sintió más fracasado de lo que ya estaba; sin embargo, se atrevió a girar la perilla y logró abrir la puerta, cuando entró a la sala escuchó a lo lejos la grave voz de Greta, entró a la pequeña habitación donde salía la voz y corroboró que era La Divina ensayando viejas actuaciones en la ducha; de manera perversa pensó que unas fotografías de La Greta desnuda no le vendrían nada mal para reivindicar su carrera como fotógrafo; no obstante, reflexionó que no podía caer en tan baja y vulgar labor de paparazzi oportunista, razonó que él era un fotógrafo profesional y que mejor haría las cosas con ética y estilo. Así que se dirigió a la salita del apartamento e improvisó la instalación de un pequeño estudio fotográfico: Desplegó su trípode, armó su cámara con sus tres focos adaptables, conectó dos pequeños bombillos artificiales y disminuyó la luminosidad natural que provenía de la ventana fronteriza sobreponiendo un lienzo color oscuro.


Greta salió de la bañera fumándose un largo cigarrillo, y cuando escuchó el ruido se puso rápidamente el camisón y fue a echar un vistazo a la sala. Encontró a Cecil Beaton sentado sobre su anticuado escritorio de madera. Tal fue su impresión al verlo que no tuvo más palabras que el silencio amenazador de sus pupilas.


□ □ □



A lo lejos de la sala se escuchó el ahogado tragante del retrete. Luego apareció Greta.



–¡Oh!, maldito Beaton. ¿No te has marchado? ¿O acaso persistes con tu loca idea de fotografiar a la famosa Gioconda de Da Vinci? ¡Pues mira, eh! Tómame las fotos de este ángulo, fotógrafo pelele. Date gusto con mis tetas caídas de vieja decrépita. Eso es lo que quieres ¿no? Pues ¡vamos, qué esperas? Aquí está mi trasero. Saca tu bonita cámara y me tomas tu mejor foto. Mira las canas de mi pubis, sácales un detalle, degenerado.



Beaton estaba aterrado por la rabiosa actitud de Greta. De cómo ella había regresado hecha un demonio con la desmadejada cabellera y el camisón blanco en la mano. En tanto parpadeaba aterrado por cada violento movimiento que la actriz formulaba de manera histriónica en el aire. Estaba planeando huir de aquel lugar parecido a un manicomio, sin embargo se contuvo al ver a La Garbo reventar en llanto sobre la alfombra de la sala. Beaton se levantó del sofá para consolar a la actriz:



–Como quieras, Greta. Me iré si así lo deseas. No tomaré ninguna foto. Vamos niña, no te enojes más. Tú tienes toda la razón, esos malditos de Imagen son unos desconsiderados. Levante y vístete por favor, te enfermarás si sigues así.



Greta sollozaba como un bebé entre los brazos del fotógrafo. Se incorporó lentamente de la alfombra, y se percató de su penosa desnudez. Así que se sentó en el sofá y se cubrió con dos pequeños cojines negros. Cecil Beaton le secó el sudor que le chorreaba en la frente y le cubrió sus blancas piernas con el camisón. –Quiero que me perdones– le imploró mientras le acomodaba la desordenada cabellera. –No pensé el mal que te haría al regresar.



–Está bien–dijo sosegada la actriz–. Sólo cumples con tu trabajo. Pero por favor, no trates de cumplirlo conmigo. Ellos sólo quieren verme vieja. Ya nada es tan ético como antes, ya no existe el respeto hacia la gente mayor.



–Tienes razón. Pero no me gusta que te sigas llamando vieja porque no lo estás –le dijo Beaton al momento que le abanicaba las manos con un tierno soplo de labios. Una linda mujer de 46 no es vieja porque se le viene en ganas. No, Greta. La vejez es un mito que nos llega por pura sugestión, la vejez es un invento que fundaron los hospitales, los asilos y hasta los departamentos de seguros para ganar buen dinero.




–¡No fastidies, Beaton! –le refutó la actriz–. Mira mis arrugas, mis ojeras, mis canas. ¿Te parecen un invento? Porque de ser así ¡los imbéciles se las ingeniaron muy bien! –le expresó Greta seguido de una diminuta y apagada sonrisa.


–Bien–le dijo en tono fracasado el fotógrafo–. Si te sientes vieja, entonces vieja morirás. Yo no quiero parecer más un filósofo conciliador diciéndote que la vejez es una cosa que reside en el espíritu, pues ya tú lo sabes. En realidad siempre lo has sabido y a pesar de todo te has convertido en una celebridad. Tu pretexto es creerte vieja para huir del mundo. Pero la senectud nunca fue un escape para nadie, si acaso para reflexionar y capacitarte ante la muerte, un falso acto de expiación; pues, ¿qué es en realidad la vejez sino el preludio de la muerte? Tú, desde tu proscenio, ya te anuncias tu propia muerte. Y si recreando la tragedia teatral de la angustia de la senectud quieres seguir yo mejor me marcho, pues prefiero morir de hambre en el oficio de la mendicidad que participar en este absurdo coloquio de la nada.


Beaton se levantó resuelto del sofá, tomó su mochila y, mientras Greta permanecía silenciosa vigilándole cada movimiento, recogía los demás instrumentos y se los acomodaba entre los brazos. Luego de levantar todos sus objetos se marchó sin dirigirle una sola palabra. Cinco segundos después que éste cerrara con violencia la puerta del apartamento escuchó un disparo. Se regresó presuroso y alertado por la detonación, al abrir la puerta vio el cuerpo desnudo de Greta extendido en el suelo; el arma calibre 38, presuntamente extraída de la única gaveta del escritorio, en su mano derecha; y la sangre ligera todavía recorriendo el centro iluminado de la sala.


–¿Qué has hecho, Greta!–

El fotógrafo se hizo una bola de nervios. Retornó a la puerta y constató que nadie había escuchado el disparo, en seguida cerró la puerta y tembloroso se limpió sobre el pantalón las manchas de sangre que le habían quedado en las manos. Levantó a Greta del suelo y la ubicó sentada en el sofá, mientras consternado se le vinieron algunos recuerdos de las películas en que Greta había actuado la realización de su muerte; pero se sintió culpable cuando le miró el pelo entrecano y sus senos entristecidos expuestos como una cruda pintura de Dalí. Pensó que la actriz se había suicidado por el impertinente recordatorio que él había suscitado con el sólo hecho de su presencia. La miró fijamente al rostro sangriento y notó que ésta tenía bosquejada una extraña y ligera sonrisa, como si al momento de suicidarse lo hubiera hecho con una inventada felicidad. Se acercó y le limpió la sangre con un pañuelo que traía en su bolsillo. Un poco más calmado de su aflicción, se sentó sobre el escritorio y siempre contemplando a Greta se le ocurrió tomarle unas fotos. Sacó su cámara y, desde la altura del escritorio, comenzó a disparar su Nikon. A medida que iba tomando las fotografías se mostraba más insatisfecho con los ángulos de las mismas, así que bajó del escritorio y tomó desde todas las perspectivas y distancias posibles, hasta terminar las 36 exposiciones que contenía cada uno de los tres rollos predispuestos. Al pasar cerca de una hora en este frenético trabajo, se sentó en el sofá al lado de Greta, y le dijo susurrándole al oído: <<No te preocupes Greta, no las publicaré. Duerme tranquila>>. La extendió a lo largo del sofá y la cubrió con el camisón teñido de sangre. Después recogió el arma del suelo, la echó en su mochila donde también guardó sus instrumentos y se marchó.



Abordó un taxi rojo y en éste atravesó perezosamente los ríos de autos del centro de New York mientras pensaba en la muerte de la actriz. Sabía que de alguna manera se había implicado en dicha muerte, y por lo tanto estaba metido en serios problemas. Era claro que la justicia lo reprobaría por haber tomado tan bochornosas fotos. La policía lo buscaría hasta en el mismo infierno, investigarían a fondo las huellas de sangre encontradas en el llavín de la puerta, en el camisón de Greta, en cada cosa que había tocado en el apartamento. Se darían cuenta que él había estado en el lugar. Lo perseguirían hasta acabar con su pedacito de reputación, su prestigio, y hasta creerían que él mismo era el asesino. Pensando todas estas cosas iba Beaton hasta que el conductor le anunció la llegada a su destino. Le pagó al taxista y se bajó desconcertado del automóvil; cuando se encontró frente a la enorme puerta de cristal del lugar donde operaba la revista Imagen despertó de su ensimismamiento, recorrió de abajo hacia arriba buscando la octava pieza del gigantesco edificio de veinte y dos pisos, y luego resolvió no entrar. Se ubicó otra vez al borde del andén e hizo una ligera señal a un taxista, pero éste no se detuvo. Cuando iba a levantar la mano para detener al siguiente, Robert Berns, el jefe, lo saludó desde lejos mientras iba saliendo del lugar:



–¡Señorito Beaton, veo que ha regresado! ¿Trajo usted el encargo que le solicitamos?



–No señor Berns–le dijo con la voz apagada Cecil Beaton–. La cosa no se pudo; Greta Garbo ya no vive en el Central Park.



–¿Usted sabe qué se está jugando con su respuesta, Beaton? Esta empresa es una organización seria y responsable. Usted no puede venir con su cara de fracasado a decirme que no consiguió el encargo.



–Pero Señor Berns…



–¡Pero nada! Usted mismo está firmando su carta de renuncia con esa actitud fracasada.



–La busqué en su apartamento, ya no vive allí, señor. No hay nadie quien sepa de su paradero. ¿Cómo piensa que la encontraré de la noche a la mañana? Ruego que me dé algo de prórroga.



–¡Prórroga!, ¿pero qué prórroga ni ocho cuartos, fotógrafo de quinta! Ahora mismo sube y redacta su renuncia, si no quiere que yo mismo lo despida y quede usted mal parado.



–Pero señor…



–¡Ni una palabra más! Nunca conocí en mi vida a nadie tan negativo. Es usted, Beaton, la personificación más exacta de un insuperable fracaso. Ahora me retiro.



Robert Berns se alejó de inmediato después de su sentencia. En tanto Beaton quedaba derrotado ante su despido. Sin embargo no entró a las oficinas de Imagen para redactar su supuesta renuncia, como se lo ordenó “el jefe”, sino que detuvo un taxi y se dirigió hacia su departamento. Cuando finalmente llegó, encendió la radio y se recostó sobre un canapé ubicado en una esquina de la pequeña sala, y de esta manera se quedó dormido. Tuvo un sueño largo y pesado que terminó con una pesadilla donde aparecía Greta, con su cabellera enmarañada y el cuerpo desnudo salpicado de sangre, indicándole furiosa, con su dedo índice, el pelo plateado de su pubis. Se despertó exaltado en plena madrugada, se dirigió a la cocina a tomar medio vaso de agua. En seguida retornó a la sala y miró la mochila verdeolivo reclinada al pie del canapé, la cogió y se fue a su cuarto, allí sacó los tres rollos de películas y comenzó el trabajo químico y artesanal del revelado sobre láminas de acetato expuestas a la oscuridad. Al colarse los rayos del sol a través de los intersticios de la ventana del cuarto ya tenía las fotografías reveladas en su larga mesa de trabajo. Una a una las observó con cierto detenimiento y pudo darse cuenta que la sonrisa gesticulada por Greta al morir ayudó a que se mirara auténticamente viva y bella. Aunque su desnudez era penosa, por su escuálido cuerpo, los senos surrealistas y el pelo entrecano, Beaton llegó a pensar que era igual a una diosa.



Se apartó por un momento de las fotos para ir a tomar una ducha. Luego se dirigió a la cocina para preparar su acostumbrada ración de pan con mantequilla y café negro, y regresó a su laboratorio fotográfico, donde consumió su desayuno mientras observaba por segunda vez las imágenes de Greta. En seguida seleccionó la más bella entre todas y la metió en un amarillo y sucio sobre de manila que tenía a su alcance; encima de la cubierta escribió: Posdata: “La Garbo vuelve a reír”. Guardó el sobre en su mochila y salió a la acera. Detuvo un taxi negro y le ordenó al conductor que lo llevara directo a las oficinas de “El Heraldo”. El periódico le pagó el medio millón de dólares que había ofertado hacía tres meses atrás a cualquier persona que llevara una fotografía de La vieja Greta. Le preguntaron cómo la había obtenido, si sabía dónde se encontraba la actriz, que por qué salía desnuda, y que si él era su amante. Sin embargo, Beaton no respondió a ninguna pregunta. Esperó a que le firmaran su cheque, y pronto se marchó nuevamente a su apartamento. Al llegar, tomó las demás fotografías que había dejado desordenadas en la mesa, las metió en la mochila, y se enrumbó al aeropuerto. Estando en el lugar pensó en ir a Londres, donde siempre había soñado viajar para poder participar en las exposiciones de los nuevos mercados de la fotografía moderna. Se detuvo a pensar sobre todo lo que podía hacer con la cuantiosa suma de dinero que ahora tenía en su poder. Sonrió con dulzura pensando que, en realidad, nunca fue un fracasado como le dijo Berns, y que si existía alguien de verdad fracasado era su “jefecito”. Así que por qué irse a otro lugar, cuando era el momento de la venganza, de demostrarles a todos los fantoches de la revista Imagen que él era un hombre de éxito, un profesional y no un triste “paparazzi”, como le llamaban burlonamente sus compañeros de trabajo. Era el momento de brillar, de mostrarles que él ya no seguiría las órdenes del viejo tirano y perverso Berns. Que era libre, que era un fotógrafo independiente de mucha fama y prestigio. De esta manera meditaba con satisfacción y malignidad en la sala de espera del aeropuerto internacional, cuando prefirió quedarse en New York, olvidándose por completo de la muerte de Greta Garbo y sus posibles consecuencias. Así que se marchó perezoso caminando, con su mochila verdeolivo colgando de sus hombros, y buscó el café más próximo de la calle para almorzar, y allí se quedó pensativo, mientras comía su deliciosa entrada de pepinos, lechuga, tomates y apio con mayonesa, y bebiendo de su copa el exquisito argentino conservado; perdido, extasiado en la reacción que tendrían sus compañeros de Imagen cuando supieran de su triunfo. Bebió vino tarde y noche celebrando su gran logro hasta ponerse borracho e inquieto con los demás visitantes del café.<< Yo tomé la foto>>, les decía orgulloso, mientras en la pantalla del televisor que estaba en el mismo café aparecía la imagen de Greta con su desnudez semidifuminada. <<Yo tomé la foto. Tengo dinero, mucho dinero>>, y todos le quedaban mirando serios, hasta que los mismos meseros del lugar se encargaron de echarlo a la calle. <<Tengo dinero>>, les decía ebrio. <<Tengo dinero para comprar este maldito lugar y a sus perros guardianes>>. Luego de pasar cerca de diez minutos tirado en la acera despotricando contra los meseros, se levantó y se marchó a su departamento. Al llegar tuvo intenciones de examinar las demás fotografías que le había tomado a la actriz, se metió en su cuarto, sacó las fotos de su mochila y las puso desordenas sobre la mesa de trabajo, sin embargo, no terminó de mirar la cuarta foto cuando el cansancio y el sueño le vencieron los ojos, así que dejó su mochila sobre una silla de madera que también estaba en su laboratorio, y se fue a recostar a su canapé, tres minutos después se quedó dormido.



Al siguiente día, un sábado por la mañana, despertó Cecil Beaton. Su cabeza contenía una mina entera de explosivos que eran activados a cada paso que daban las millones de neuronas ansiosas al suicidio; miró con recelo los rayos del sol que calaban el transparente tejido de las cortinas de las dos ventanas fronterizas y los finos corpúsculos que volaban sobre el haz mayor. Sobre su lecho, saboreó la saliva rezagada en su boca y se restregó con sus dos manos tratando de reincorporar su figura facial de hombre activo. Miró el reloj de pared y supo con asombro que era casi mediodía. Se levantó para ir a preparar su desayuno-almuerzo, agregando una deliciosa ensalada de frutas al desayuno tradicional. Enseguida volvió perezoso al canapé con la bandeja de alimentos y encendió su viejo televisor de catorce pulgadas para ponerse al corriente de las noticias. Y encontró todas las frecuencias plagadas de la imagen de Greta Garbo. Cerca de noventa canales transmitían su obra maestra. La Diva volvía a causar controversia en el mundo de la diabólica farándula, pero esta vez no por su escurridiza forma de autocensurarse en los medios de comunicación, sino por su escandalosa aparición de mujer vieja, sonriente y desnuda. Tres cosas que siempre detestó a lo largo de su corta carrera.



En la conciencia del fotógrafo comenzaba a suscitarse un arraigado sentimiento de culpabilidad. La muerte de Greta volvía a carcomer sus pensamientos. Y para no seguir cavilando más cegó la pantalla de su televisor, y después pensó en quemar las demás fotografías de la actriz. Así que se dirigió a su laboratorio, encendió una triste lucecita blanca que iluminaba su mesa de trabajo, y ahí encontró las más de cien fotos de Greta. Miró su mochila sobre una silla de madera que también estaba en el cuarto. Se acercó a ella, la abrió y sacó su cámara para situarla a su alcance sobre la mesa. También encontró en la mochila el revólver calibre 38 con el que Greta había dado fin a su vida, y lo colocó sobre la mesa. Cada cosa que veía le recordaba a aquella infortunada noche. Todo le recordaba a Greta. Su cámara, su mochila, las fotos, el pañuelo, que también había encontrado en un compartimento inferior, con el cual había limpiado el rostro sangriento de la actriz aniquilada. Todo le recordaba a Greta. Las noticias le recordaban a Greta. Sabía que siempre se lo recordarían, a partir de que se dieran cuenta de quién había sido el criminal. Aunque él no la había asesinado, sabía que sus palabras de una u otra forma lo habían hecho; que su presencia la había asesinado. Entonces reflexionó que el argumento de Greta siempre fue válido, nunca quiso envejecer ante las cámaras, sabía que las cámaras la asesinarían. Que las cámaras le carcomerían la médula de los huesos, su pubis envejecido, su decrépita apariencia. Todo sería roído por la presencia de las cámaras. Los medios de comunicación le dictaminaban su muerte.



Beaton se sintió abrumado al reconocer su culpabilidad. Sostenía un puñado de fotos con sus trémulas manos mientras sus lágrimas se escurrían sobre las imágenes grises. Todo el tiempo pensaría en Greta, cuando llegase a viejo. Todo el tiempo. Pues, ¿cómo eliminar un recuerdo que se iría actualizando a medida que el tiempo pasara y lo llenara todo de vejez? ¿Cómo suprimir la sentenciosa costumbre del tiempo?, se preguntaba mientras lloraba incesantemente agobiado por el peso de la culpa. Sabía que todo había terminado, con Greta, con él, con la vida. Así que tomó el revólver que estaba sobre la mesa de madera y pensó que todo había sido un fiasco, y que en realidad siempre fue un fracasado como le insinuaban a diario sus compañeros de trabajo, y como también lo llamó Berns antes de despedirlo: “Un insuperable fracaso”. <<Las cámaras urdieron nuestro fracaso, nuestra vejez, nuestra muerte; ahora nada estará a salvo. Sólo la imagen enterrada en la oscura tumba de mi memoria>>. Apretó el gatillo y disparó su última foto. La parpadeante lucecita blanca lo miró desplomarse lentamente como una hoja seca entre las páginas de un viejo álbum.


         EL SUR DE LA TÍA OREMUNO             

por  KENNETH CHÁVEZ©


A mi padre, Fernando, por su historia que,
a golpe crudo, ha trascendido mi propia ficción.


No recordaría el momento exacto cuando cayó. Como aquellos que caen un día soleado con el estómago vacío, una cerrazón se cierne sobre sus mentes al punto de olvidarse de todo. Mi tía quiso salvarme de esas, pero no pudo por falta de aliento. Entonces vi su barriga inquieta, como agarrando aire para poder hablarme: <<Calmuri… ―me dijo mi tía, ahorcada en su último resuello―…, ve hacia el sur>>. Y sus manos pálidas, lentas y encorvadas, se destrabaron de las mías para dejarme ir.

La vi estirada, como un venado alcanzado por una bala, con su pelo ralo, cenizo, y sus piernas engarrotadas bajo la enagua traslúcida al sol. Volví mis ojos hacia el bosque seco, y por primera vez en la vida me sentí perdido. Para mis escasos cinco años de vida, el sur quedaba hacia todas partes.

―Tía… ―le dije, hurgando con mis dedos sus sendos párpados caídos―,… tengo hambre―. Pero nunca más pude ver sus enormes ojos de plata bajo aquellas tristes pestañas de anciana. 

Dormí lo que quedaba de la tarde y la noche entera, hundido en su pecho, hasta que los picotazos de una bandada de zanates me despertaron aterrorizado por la mañana. Me levanté de su cuerpo y pensé que ella también se despertaría por la bullaranga de esos pájaros, pero nunca lo hizo. En cambio, recuerdo el último gesto de su rostro desvaído, con su agigantada boca abierta y la cabeza de un zanate dentro, quizás buscando algo que beber, que comer, que encontrar; en realidad nunca lo supe. 

El verano en la isla de Ometepe había sido devastador. Los árboles apenas cargaban sus cuatro ramas tostadas sobreviviendo a la sequía de abril, y los pocos animales que quedaban estaban refugiados en los escondrijos selváticos a la orilla del lago Cocibolca, donde también estarían esperándome, como era de suponer, el negro Chesterton y Pancho Bueymadera con una rienda de toro afilada para el peor de los castigos infligidos a los internos que se fugaban del hospicio. <<Así que el sur ―pensé, aguzadamente― queda hacia la orilla opuesta del albergue, pues mi tía Cecilia Oremuno tenía pensado llevarme hacia allá porque seguro era donde estaba aparcado su bote>>. Y luego de haber cavilado sobre esta posibilidad, lo único que me quedaba por hacer era correr el riesgo de buscar el albergue, como punto norte de referencia, para girar en sentido contrario.

No obstante, de esta esperanzadora búsqueda, me hubiera gustado permanecer más tiempo recostado en el frío pecho de mi tía Oremuno, ya que sólo con ella me había sentido realmente querido, pero el hambre me agobiaba a tal extremo que tuve la intención de ponerme en marcha; no así, algo me decía que no la dejara sola en esas tierras de nadie, pues ella y yo teníamos cerca de una semana de querer escapar de la isla, ya que mi mama Renata me había llevado donde don Sebastián Amador, el viejo tirano que gobernaba en el hospicio de Ometepe, para que éste cuidara de mí, y me diera de comer porque ella no tenía cómo.

Así fui a parar a aquel lugar de pocos amigos. Recuerdo con dolor el viaje de puerto a puerto, de San Jorge a Moyogalpa; mi mama llevaba un vestido blanco con puntitos negros encendidos, y en la mano derecha cargaba un saquito de bananos repleto hasta la copa. Cuando el viejo ferri se ancló en el muelle, mi mama Renata me vio como un águila mira a sus polluelos antes de lanzarlos del peñasco al abismo. <<¡Agarrá el saco!>>, me dijo con una dulce autoridad. Me lo eché al hombro con toda la fuerza de un renacuajo que quiere aparentar caupolicanismos prematuros, y juntos cruzamos el puente endeble del ferri. Cerca del muelle de Ometepe estaba una carreta destartalada ajustada a un caballo más canijo que yo, y haciéndole una trenza en las crines de la cola grisácea, mientras fumaba un canuto a medio cuerpo, esperaba Pancho Bueymadera.

–Dejálo en el suelo ―me dijo mi mama―, y quedáte aquí; podés comerte uno si querés–. Saqué un banano del saco y lo pelé mientras vi que mi mama Renata se arrimó a Bueymadera. También vi, pasado un tiempo de conversación silenciosa, que el carretonero quiso darle un beso, pero ella apartó su cara con desprecio. Luego el hombre se dejó venir hacia donde yo estaba comiendo mi banano.

―¿Está bueno? ―preguntó, mostrándome sus tres dientes afilados de hojalata. Y entonces le extendí el último bocado que tenía en mis manos. Lo enganchó entre sus uñas sucias y se lo tragó de un suspiro.

―¿Te gustan los plátanos, no? ―me inquirió señalando el saco que estaba en el suelo. Y le afirmé que sí moviendo la flaca nuca de garrobo pasmado. ―Vamos ―me dijo―. Te voy a llevar a la finca. Allá tengo varias frutas; las cortás y te venís al muelle con tu mama. Yo me llamo Francisco Manzanares, pero aquí en la isla todos me dicen Pancho Bueymadera. Y vos… ¿cómo te llamás?

―Calmuri ―le dije con una vocecita apretada entre dientes.
Lo último que recuerdo fue haber visto aquellos ojos perplejos de mi mama Renata asaltando la inseguridad de los míos, mientras Pancho Bueymadera me subía a su carreta. A mi lado, mi mama puso el pequeño saco de bananos, luego me selló la frente con un beso y me dijo que me quería. Cuando el caballo sintió el azote de las riendas sobre el lomo, me fui alejando de ella, y los puntitos negros de su vestido se fueron perdiendo entre el sopor de la canícula y la densa estela de polvo que la carreta iba dejado a su paso. 

El viaje y mi llanto duraron más de media hora, hasta que llegamos a la pequeña finca donde un hombre, al que llamaban el negro Chesterton, nos recibió de mala gana. 

―Aquí está el mocoso ―le dijo Pancho al negro―. Dale una cutacha y lleválo al huerto para que vaya aprendiendo el oficio; mientras yo hablo con el patrón.

El negro Chesterton me bajó de la carreta. ―Tomá ―me indicó dándome un machete bien afilado―. Andáte recto, es donde queda la casa en la que vas a vivir ahora, detrás está el único huerto sobreviviente a la sequía. Más vale que te pongás las pilas, porque de otra manera no te vas a hartar.

Agarré el machete, todavía tembloroso por el llanto, limpiándome las lágrimas de la cara con la camisa, y caminé buscando la casa con el temor a que si no hacía lo que me ordenaba el caporal me diera con la rienda de toro que colgaba de su cintura.

Era un edificio de dos pisos en ruinas, con las celosías de los ventanales oxidadas, un portón de varillas verticales asegurado por un cerrojo y una parca de perro resguardando a que nadie saliera, más que los cuidadores del lugar. Me fui directo al huerto que había detrás y me puse a trabajar chapodando algunos mechoncitos de maleza que ya comenzaban a nacer entre los cilantros. A los diez minutos llegó, el muy tirano y mandamás del albergue, Sebastián Amador.

―¡Así me gusta, muchacho! ―me dijo con una voz ronca y precisa―. Aquí el que no trabaja no come.

―¿Cuántos años tenés? ―preguntó, prepotente, mirándome de cuerpo entero. Y yo le mostré mis cinco dedos mugrientos, luego de haber tirado la pala al suelo. 

―No bote la pala, muchacho malcriado. ¡Aquí el que bota la pala, bota la comida!

–Además… ―agregó sentenciándome―… ya dejó dicho la Renata que te ponga sedita. Desde ya tenés que irte acostumbrando a esta mierda, sino te acostás con las muelas limpias. Aquí nadie te va a consentir ―dijo, como en señal de despedida, mientras daba una media vuelta casi marcial para largarse. 

Al llegar la noche, Pancho Bueymadera me llevó a conocer las galerías del hospicio. Mi cuarto, que quedaba en la segunda planta, era más grande del que tenía en Managua, sin embargo lo tendría que compartir con otros nueve renacuajos que se encontraban enfilados en unos pequeños camastros de resortes.

En aquellos casi tres meses cumplidos, el trabajo en el huerto se convirtió en una especie de sobrevivencia bajo régimen expreso. Pero todo cambió con la llegada de la tía Cecilia Oremuno, una mañana sin mayores sobresaltos y cuando todo marchaba en el orden de los capataces y del gran tirano mandamás, Sebastián Amador; la vi acercarse como un sueño inesperado. Traía puesto el chal rojo de siempre, sus zapatos de trapo de quince pesos y el pelo nevado hasta las puntas. Se arrimó a duras penas con su caminar entrecortado y, con el parecido asombro de una madre frente a su vástago herido, me preguntó:

―Hijo, ¿qué te pasó?

―Fue la cutacha…tía… ―repuse indeciso, tratando de tapar mi brazo mal enmendado.

―¿Y por qué no te has vuelto a Managua? ―preguntó.

―Porque mi mama Renata no ha venido a traerme ―le contesté a secas.

―¡Ve qué vieja! Pero no te preocupés. Yo misma te voy a sacar de esta mazmorra.

Fue lo único que me dijo mi tía Oremuno. Me agarró del brazo bueno y me hizo que nos fuéramos de inmediato. Hasta hoy no sé si aquella loca idea fue la mejor, pues nos fugamos sin decirles nada al negro Chesterton ni a Pancho Bueymadera ni al tirano Amador, sólo nos fuimos y ya, porque de otra manera no hubiera sido posible evadir tal régimen. Nos metimos en el bosque seco seguramente buscando la otra orilla de la isla, es decir: hacia el sur.

El camino se hizo de nunca acabar, y el hambre ya comenzaba a carcomernos hasta los huesos. Mi tía me dijo que tenía que ser fuerte, y yo le expliqué que no importaba si no comíamos, y le confesé (lo que ella ya sabía desde siempre) que con mi mama había pasado muchos apuros en casa, que casi nunca teníamos comida, hasta que se hacía la suerte de lavar y planchar a uno que otro inútil vecino del barrio. Todo se lo confié a mi tía Cecilia Oremuno esa tarde en aquel triste y desolado Ometepe del delirio. Y también le declaré que extrañaba a mi mama Renata, aunque no me diera de comer, aunque me hubiera abandonado.

―Ella no te abandonó ―me refutó muy seria―. Sólo que no tenía cómo mantenerte, eso es todo… ―clavó su mirada al suelo, y enmudeció tan pronto como quiso. 

Habíamos pasado seis días con sus noches sin comer extraviados en medio de la sequía del bosque, hasta que ella se debilitó. Entonces, al séptimo día, sin más ímpetu que el último resoplo de su alma: cayó. El polvo afloró en el aire cuando su cuerpo sonó seco, como un banano que cae al costal vacío. <<Calmuri, ve hacia el sur…>>, me dijo, quizás intentando salvarme. Pero yo nunca supe donde quedaba el sur de la tía Oremuno. Así que me volví a recostar en su pecho y aquí estoy, por si algún día se le da por decírmelo. 

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K.                                       

por  KENNETH CHÁVEZ©

La biblioteca es ilimitada y periódica
si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección,
comprobaría al cabo de los siglos que
los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden
(que repetido sería un orden: El Orden).
J. L. Borges (La Biblioteca de Babel) 


 Reconozco el hecho que no todos los lectores gozan del dolo­roso placer de la lectura ―afirmó el vendedor de libros, mientras, elevado tres metros por una escalera corrediza, alcanzaba la penúltima división del anaquel metálico. Me sentí aludido porque pensé que se refería de manera muy directa a mi repentina aparición en aquella librería llamada ‘El cardón’.

Apenas reflexioné sobre su curioso comentario, cuando tan pronto me pidió que le sostuviera tres pesados y vetustos librejos, mientras uno a uno los iba removiendo de la estantería enclenque. Me entretuve observando su extraño aspecto de viejo anémico, mediana estatura, espalda encorvada, calva rosada, ridículas gafas bifocales y unos curiosos prendedores con los sellos editoriales de todos los países del mundo que llevaba engazados en torno a su overol de corduroy. ―Sin embargo ―prosiguió el viejo―, me entristece ver a los indecisos compradores de libros modernos y su manera tan dramática, estúpida y estilizada de poner la vista sobre los escaparates, repasando una hilera de ejemplares. Los muy resueltos escogen los colori­dos, gruesos, ilustrados y con las cubiertas forradas hasta los bordes. Por eso ―enfatizó el librero, mientras descendía con dificultad de los escalones―, yo respeto la crítica ortodoxa de alguien como Harold Bloom, quien tras su paradójica proposición sobre el placer y el dolor, como efectos inexorables en la lectura, apunta a encontrar a un homo sapiens triste y espantado. ―Luego de su petulante comentario, el anciano apuntó sus ojos grises sobre la alfombra, donde yo, agobiado por aquel peso, había puesto en forma piramidal los tres libros que él mismo me había pasado. De inmediato, como reflejo automático de la cortesía frente a su desconocido, se presentó:

―Yamil Icabalzeta, para servirle. ¿Vive usted cerca o es que acaso viene de lejos?

―De muy lejos ―le contesté brevemente, mientras le extendía mi temblorosa mano amenazada por una situación primeriza.

―Ya lo imaginaba ―contestó orgulloso―. Su cara no me es conocida, y, como entenderá, aquí no entra mucha gente extraña que digamos. ¿Desea que le ayude en la búsqueda de un autor o título específico, o prefiere pasearse por las galerías? ―agregó.

―Sólo busco el periódico ―le aseguré con algo de vergüenza―. Pero…, a propósito, señor Icabalzeta ―le dije casi titubeante―, el nombre del local está muy bien escrito en el rótulo de madera que cuelga en la ventanilla de su negocio, y la verdad es que nunca pensé que era una tiendita de libros, porque desde afuera no se ve más allá de los vitrales ahumados. De hecho, cuando yo leí ‘El cardón’ pensé que se trataba de un supermercado, porque bien recuerdo yo que hace unos años conocí un supermercado que también se llamaba como su librería. ¿No cree usted que es un nombre poco apropiado para un establecimiento como este?

―No ―contestó tajante y furioso el viejo―. ‘El cardón’, por si no lo sabe, es el nombre de aquel cactus que crece en lugares desérticos, proveyendo de agua, a través de sus retoñitos, a muchos que padecen gran sed por la extensa llanura; y mi librería, hablando metafóricamente, es como uno de esos abrojos que ha crecido en un pueblo árido de cultura, pero que lucha por sobrevivir en medio de la ignorancia y la aridez de esta pobre gente. El cardón siempre espera paciente a ese hombre errante del desierto, para que éste, después de tanto andar, se deleite de su savia; igual es mi librería, caballero. ¿Pero conoce usted una mejor opción para diferenciarlo de un insignificante supermercado?

―Pues, en realidad, no, señor. Pero es difícil entender que se trata de una librería. ¿No sería mejor ponerle su apellido?, por ejemplo, algo así como: “¿Librería Icabalzeta?” ―le sugerí al viejo―; entonces todos entenderían de qué se trata.

―No lo creo así ―me afirmó muy enfático el vendedor―. Además, usted es el único pasante que se ha confundido torpemente. En este pueblo ya todos saben que ‘El Cardón’ es una librería, y por eso no vienen tantos necios como usted, ¿señor…?

―Correa. Mi apellido es Correa ―le dije mientras le daba un par de palmaditas de confianza sobre el hombro izquierdo―. Pero no se moleste, por favor. Tan sólo he venido buscando el periódico.

―¿El periódico? ¿Dice usted el periódico? ―recalcó el librero―. ¿Y para qué puede un despistado como usted querer el periódico cuando se resiste a una librería?

―¿Resistirme yo? No es que me resista, señor Icabalzeta. Sucede que no me gustan las ambigüedades, y menos respecto a la razón social de una empresa ―le afirmé mientras hurgaba mi portafolio-marrón-cenizo buscando mi currículum―. Tome. Lea usted con atención cada punto ―le indiqué mientras le daba las cinco hojas ceñidas por un clip metálico casi oxidado―. ¡Yo soy un creador corporativo de cepa! Mi padre, el licenciado Domingo Correa, me enseñó el oficio de las empresas, y desde entonces me destaco muy bien en estas labores ―le dije con tono de orgullo.

El viejo hizo un repaso sobre las páginas y de inmediato resolvió en devolvérmelas. ―No ―me dijo tajante y a la vez reposado―. Aquí no vendemos periódicos. Sólo libros. Libros de todas las épocas; libros de cada cosa: álgebra, literatura, filosofía… Libros, únicamente libros, “licenciado Correa” ―enfatizó en tono irónico el vendedor―. Eso sí, la mejor librería. Nada de pasquines o novelitas rosas para amas de casa. Aquí tenemos sólo lo mejorcito, literatura de verdad, señor, menos el periódico. Aquí no nos gusta dar publicidad a esos periodistitas de pacotilla.

Confieso que el cardonero comenzaba a asfixiarme con su vocecita chillona y pedante, pero me contuve. No quise ser el joven desempleado que cae en prisión por apalear a un horrible viejo que tan sólo él se entiende con sus pendejadas de libros.

Así que traté de seguirle la corriente y, con gran ventaja, recordé de niño haber hojeado, mientras esperaba mi corte de turno en una barbería ubicada en la antes célebre Avenida Simón Bolívar, un libracho que parecía interesante: La Metamorfosis. Y, como salida de baño, le pregunté si lo tenía en venta.

―¿La Metamorfosis de 1915 del judío-alemán Franz Kafka? ¡Pero por supuesto que lo tengo, señor Correa! ―me expresó excitado, mientras abandonaba sobre un sarroso escritorio el plumero con que había estado sacudiendo cuatro tomos de La Santa Biblia en la versión de Cipriano de Valera―. El pobre Kafkita sufrió mucho, ¿lo sabe? ―me comentó mientras recorría presuroso la quinta galería de las once que tenía a lo ancho y largo del amplio local―. Sí que sufrió mucho ―repetía con su voz chilloncita desde el fondo del pasillo―. La Metamorfosis es lo mejorcito, además de El Proceso o la Carta al padre, por supuesto; aunque a veces pienso que sólo son esquemas que se inventa la gente; porque eso sí, la gentecita intelectualoide se cree la mejor crítica en cuanto a teoría literaria, y todo lo que tocan con los ojos lo contaminan, y ya ves el resultado: clichecitos vulgares y de muy baja estofa. Pero usted no se preocupe por eso, señor Correa; a estas cosas no debe prestar atención, yo porque soy un viejo zorro en estos estadios, pero los jovencitos como usted, que apenas se están iniciando en las terribles sectas borgianas, tienen que darse una guardadita de por lo menos unos veinte años. De manera que si usted tiene ahora unos treinta, cuando cumpla cincuenta podrá tener lecturas más concienzudas, reflexivas y, por ende, juicios más sensatos; hasta entonces estará a salvo de las diabólicas sugestiones de los seudocríticos, ¿me entiende, no?

Por un momento llegué a pensar que el viejo librero estaba loco. Me hablaba con un discurrido monólogo cuando yo sólo asentía por pura complacencia. El cardonero buscaba y rebuscaba desmadejado entre los libros y no daba con mi solicitud. ―Kafka, Kafkita… ―repetía consolándose, mientras hurgaba incontrolable entre los anaqueles. Yo, en tanto, me sentí arrepentido de no haberlo golpeado por los insultos que me hiciera al principio, quizá estuviera en el Parque Darío leyendo muy tranquilo las Páginas Amarillas del periódico, tal vez ya tendría seleccionado tres o cuatro puntos donde ir a solicitar empleo; supongo que con algo de suerte me hubieran contratado a estas alturas del día. Pero vaya destino el mío, tenía que soportarlo todo, ya no lo podía golpear, no podía insultarlo ni decirle que era un viejo tarado, y que a esta maldita pocilga no venía nadie porque a nadie le interesaban los libros, y menos los vendidos por un pusilánime que usa el nombre de un supermercado para una librería. No podía decirle que me marchaba; había un propósito que nos mantenía unidos, un proyecto de vida. Sí, eso, un proyecto de vida. Y quién iba a huir de un proyecto de vida cuando antes todo había sido inútil. Porque qué es en realidad la vida de un desempleado: una mierda aplastada a la que ni las moscas se le paran. Ahora no podía escapar, quizá tenía algo: un viejo loco navegando en una pila de libros, una librería llamada ‘El Cardón’, y algo más que esperanzas añoradas. Tenía una búsqueda posible, un futuro prometedor, pues por primera vez había alguien ayudándome a urdir mi propia empresa, algo que no tenía antes, siempre he estado solo en mis propósitos y ahora estaba Yamil. 

―Estaba aquí, podría jurarlo ―me dijo con algo de frustración.

―No se preocupe si no lo tiene a mano ―le advertí con intenciones eludibles―. Vendré a buscarlo mañana si quiere.

―¡No señor!, ningún cliente de Yamil Icabalzeta se marcha sin su codiciado veneno. Tendrá hoy la tortuosa historia de Gregorio Samsa o me dejo de llamar librero. Así que sígame ―me indicó cuando se dirigía hacia un saloncito de lectura; en medio de éste había una alfombra parda y en forma ovalada, la cual levantó para ubicarla sobre un viejo diván que estaba en un rincón; bajo aquella alfombra se descubría una especie de puerta secreta, así que tiró de la manivela y abrió. El viejo se introdujo como un ratón en su agujero. ― ¡Sígame, Correa! ―me dijo todavía entusiasmado. Y descendimos por las graderías de lo que, en apariencias, era un sótano.

―Aquí debe andar rumiando esa cucaracha de Samsa ―me dijo enérgico, en tanto encendía un candil de mecha exigua y yo terminaba de confirmar su locura. Aquel lugar estaba lleno de libros por todos lados, la mayoría empotrados dentro de enormes cajas de cartón industrial. El viejo vendedor husmeaba incesante las cajas sin resultados positivos. Curiosamente, dentro del sótano había una bodeguita. El cardonero liberó un enorme candado de acero que aseguraba la pesada puerta de metal, y al instante me invitó a entrar con él. En el sitio había varias barricas de vinos, exquisitas en tallas de roble francés por su peso y color, que el viejo ya se disponía a sacar. ―Por aquí debe de andar esa cucaracha ―me repetía con su vocecita de pitido ahogado―. Tenga, llévelo afuera. ―Y con gran esfuerzo sacamos más de ocho barriles de la bodeguita, y yo de tan cansado que me sentía le dije que mejor vendría al día siguiente―. ¡No, señor Correa! ¡Estamos muy cerca! ―me expresó beligerante―. Mire esta puerta ―me dijo apuntando al suelo―. Debajo está el piso de la cucaracha. ―Debo confesar que me asombré tanto cuando abrió aquella pequeña solapa subterránea que al descender conducía a un paradójico “sótano de la bodeguita del sótano”.

Estaba realmente preocupado y comenzaban mis viejos arrepentimientos por no haber golpeado al cardonero. Pero ya era demasiado tarde para reaccionar, yo lo sabía. A las cinco de la tarde no le daban empleo a ningún desocupado, y de todos modos tendría los días venideros para continuar en mi búsqueda laboral, así que no importaba si seguía en la locura del pobre Icabalzeta. Me puse a pensar que tal vez él un día fue un desempleado como yo, y que para justificar su miserable existencia se puso a vender libros y no supo cómo llamarle a su librería y, por ingenua equivocación, le puso el nombre de un supermercado. Así que descendí atravesando la oscura boca de aquella puerta, y el librero encendió otro candil que llevó consigo. La media luz daba contra unos tablones que cubrían una enorme estructura enrejada, y en seguida le pregunté a Icabalzeta qué era aquella cosa.

―Es el descensor ―me dijo lacónico.

―¿Cómo que el descensor? ―le inquirí con asombro.

―Ven ―me dijo―. Ayúdame a quitar estos tablones y a destrabar la clavija de la puerta. ―Así lo hicimos.

Posteriormente entramos en aquella estructura cúbica, y el viejo cerró de un portazo. Bajó dos palancas sarrosas que estaban en el lateral derecho de la caja y una especie de motor gangoso se encendió. La caja enrejada fue descendiendo de manera lenta, movida por unas correas de acero. Yo, en aquel momento, comencé a dudar de la realidad, y pensé que todo aquello era una horrible pesadilla, y que el viejo no era más que un producto bobo y alucinante de mi subconsciente, así que no perdía nada, porque en fin, si me despertaba no tendría un propósito de existencia, un proyecto de vida, y que si esto era un sueño yo podía atreverme a todo, por lo que seguí jugando sobre aquel dudoso tablero de los sueños.

Descendíamos por el oscuro camino de la nada. Icabalzeta se concentraba en el cronómetro de su reloj de pulsera, y yo le pregunté qué hacia dónde íbamos y por qué miraba tanto su reloj. Él me aseguró que íbamos donde estaba la cucaracha, y leía su reloj porque cada cinco segundos de intervalo pasábamos de un piso a otro; y, según sus cálculos, teníamos que llegar al onceavo piso, que correspondía, en base a un tal alfabeto ibérico, a la letra K, de Kafka, en un aproximado de sesenta segundos. Luego de veinte segundos el calor comenzaba a arder en aquel confín infernal, y esto me hizo confirmar que estaba en una pesadilla; sin embargo, el chirriar de las correas sobre los carretes me hacía pensar que todo era real, y que en verdad el cardonero estaba bastante loco, por lo que más preocupado le dije que me tenía que marchar.

―Ya estamos aquí ―me indicó con una carcajada llena de satisfacción, y al instante subió una de las palancas y el transportador metálico se detuvo de forma brusca, a tal extremo que el viejo se dio un golpe en la cabeza. Al detenerse el descensor en aquel lugar, el librero me pidió que destrabara el cerrojo y empujara la puerta, y así lo hice; en seguida dimos de frente con otra puerta de dos pliegos de madera enormes, y uno de ellos tenía grabado el nombre de la librería en letras grandes y el otro la letra K, definida por un alto relieve en dorado.

―¡Aquí estamos, señor Correa! ―me dijo embargado de ánimo. Estaba yo comenzándome a sentir enfermo, con algo de mareos a causa de mi presión alterada, cuando nos metimos en aquel lugar desordenado por tantas cajas y libros, muchos de ellos defecados y carcomidos por las ratas, mohosos por la humedad que producía la lluvia o la cañería defectuosa de la infraestructura, y otros devorados por la inexorable polilla, que también infectaba a una enorme montaña de facturas y recibos elevada sobre unos archiveros de tablones desvencijados.

―Esto comienza a convertirse en un majestuoso almacén Onettiano, ¿no le parece, señor Correa? ―me inquirió, y yo desentendido por el comentario apenas le asentí con un movimiento de cabeza.

―Vea, señor Correa, es el único cliente acucioso que he tenido en años, y por su vasta cultura le va ir muy bien en la vida. Por ejemplo, míreme a mí, señor, yo también fui como usted. Estudié administración de empresas y, para llegar a tener la mía propia, tuve que sacrificarme mucho. Mi difunto padre, el reconocidísimo doctor Jorge Luis Icabalzeta, fue el que me inició en este hermoso proyecto, y a él mí también difunto abuelo, prestigioso abogado y librero, Cristóbal Icabalzeta; y ya ve qué bien nos ha ido a todas las generaciones de Icabalzetas. Así que, anímese un poco, que ya todo va en buena marcha.

―Es usted muy amable ―le dije, mientras lo vi poner la cara de lagartija encantada por haber encontrado finalmente el tan buscado libro.

―Aquí tiene ―me aseguró con firmeza. El viejo cardonero había sacado de una roída caja varios ejemplares de La Metamorfosis, y separó uno para dármelo. El libro era pequeño, y estaba en excelentes condiciones, pese a todas las vicisitudes que había pasado en aquel edificio boca abajo. La portada negra contenía una fotografía, de medio plano, con la cara triste y seca de un muchacho que, además de estar vestido de saco y corbata, lucía un ridículo peinado de adolescente inseguro y le sobresalían unas risibles orejas gatunas. Entonces pensé que yo también estaba quedando loco, y que mejor me retiraba porque empeorarían las cosas, y hasta podía cesar mi indulgencia de golpear al pobre Icabalzeta. Así que le di las gracias, y le dije que tenía que irme pronto, con la excusa barata que se hacía noche y que tenía una cita con una hermosa chica que lo prometía todo.

―¡Vaya pícaro que salió usted, señor Correa! ―me dijo tratando de ganarse mi confianza―. Pero mire ―prosiguió―, no se avergüence, yo entiendo. Esas cosas las aprendió en los libros, ¿cierto? No tenga pena, Correa, yo también tuve mis tiempos. Aquellos en que salía de Adonis, de Romeo, de Juan Tenorio, ¿ya sabe, no? Chicas por aquí, chicas por todos lados. De joven se disfruta mucho, Correíta ―me sonrió mientras me daba de empujaditas con el codo en mi costado derecho. Entonces nos apresuramos a salir de aquellas oquedades sinuosas y me despedí del cardonero con la intención de ir a casa a dormir.

El día siguiente sería duro, y significaba enfrentarme nuevamente con la cara chata y abrumada al viento de la desgracia, en un desierto donde las oportunidades sólo crecen como esa planta a la que se refería el pobre de Icabalzeta. Así que le di la mano en señal de despedida y, cuando ya atravesaba el dintel de la puerta de cristal, me gritó con gran sorpresa: ―¡Oiga, Correa! ¿No quiere venir mañana para ayudarme a reordenar el sótano?, le pagaré muy buen dinero.

No podía creer lo que estaba escuchando, al fin se venía cumpliendo mi sueño. Por lo que no la pensé dos veces. Le contesté concesivo con un cabeceo de garrobo y una desplegada sonrisa de fotografía, sin embargo, siempre se ha visto como el tiempo nos pasa factura, el despertador de mi habitación sonó tan fuerte que no me di el placer de aceptar verbalmente su redentora propuesta.