13 feb 2014

EL SUR DE LA TÍA OREMUNO

FRAGMENTO: No recordaría el momento exacto cuando cayó. Como aquellos que caen un día soleado con el estómago vacío, una cerrazón se cierne sobre sus mentes al punto de olvidarse de todo. Mi tía quiso salvarme de esas, pero no pudo por falta de aliento.








         EL SUR DE LA TÍA OREMUNO             

A mi padre, Fernando, por su historia que,
a golpe crudo, ha trascendido mi propia ficción.
 
por  KENNETH CHÁVEZ© 

No recordaría el momento exacto cuando cayó. Como aquellos que caen un día soleado con el estómago vacío, una cerrazón se cierne sobre sus mentes al punto de olvidarse de todo. Mi tía quiso salvarme de esas, pero no pudo por falta de aliento. Entonces vi su barriga inquieta, como agarrando aire para poder hablarme:<< Calmuri… ―me dijo mi tía, ahorcada en su último resuello―…, ve hacia el sur>>. Y sus manos pálidas, lentas y encorvadas, se destrabaron de las mías para dejarme ir.

La vi estirada, como un venado alcanzado por una bala, con su pelo ralo, cenizo, y sus piernas engarrotadas bajo la enagua traslúcida al sol. Volví mis ojos hacia el bosque seco, y por primera vez en la vida me sentí perdido. Para mis escasos cinco años de vida, el sur quedaba hacia todas partes.

―Tía… ―le dije, hurgando con mis dedos sus sendos párpados caídos―,… tengo hambre―. Pero nunca más pude ver sus enormes ojos de plata bajo aquellas tristes pestañas de anciana. 

Dormí lo que quedaba de la tarde y la noche entera, hundido en su pecho, hasta que los picotazos de una bandada de zanates me despertaron aterrorizado por la mañana. Me levanté de su cuerpo y pensé que ella también se despertaría por la bullaranga de esos pájaros, pero nunca lo hizo. En cambio, recuerdo el último gesto de su rostro desvaído, con su agigantada boca abierta y la cabeza de un zanate dentro, quizás buscando algo que beber, que comer, que encontrar; en realidad nunca lo supe. 

El verano en la isla de Ometepe había sido devastador. Los árboles apenas cargaban sus cuatro ramas tostadas sobreviviendo a la sequía de abril, y los pocos animales que quedaban estaban refugiados en los escondrijos selváticos a la orilla del lago Cocibolca, donde también estarían esperándome, como era de suponer, el negro Chesterton y Pancho Bueymadera con una rienda de toro afilada para el peor de los castigos infligidos a los internos que se fugaban del hospicio. <<Así que el sur ―pensé, aguzadamente― queda hacia la orilla opuesta del albergue, pues mi tía Cecilia Oremuno tenía pensado llevarme hacia allá porque seguro era donde estaba aparcado su bote>>. Y luego de haber cavilado sobre esta posibilidad, lo único que me quedaba por hacer era correr el riesgo de buscar el albergue, como punto norte de referencia, para girar en sentido contrario.

No obstante, de esta esperanzadora búsqueda, me hubiera gustado permanecer más tiempo recostado en el frío pecho de mi tía Oremuno, ya que sólo con ella me había sentido realmente querido, pero el hambre me agobiaba a tal extremo que tuve la intención de ponerme en marcha; no así, algo me decía que no la dejara sola en esas tierras de nadie, pues ella y yo teníamos cerca de una semana de querer escapar de la isla, ya que mi mama Renata me había llevado donde don Sebastián Amador, el viejo tirano que gobernaba en el hospicio de Ometepe, para que éste cuidara de mí, y me diera de comer porque ella no tenía cómo.

Así fui a parar a aquel lugar de pocos amigos. Recuerdo con dolor el viaje de puerto a puerto, de San Jorge a Moyogalpa; mi mama llevaba un vestido blanco con puntitos negros encendidos, y en la mano derecha cargaba un saquito de bananos repleto hasta la copa. Cuando el viejo ferri se ancló en el muelle, mi mama Renata me vio como un águila mira a sus polluelos antes de lanzarlos del peñasco al abismo.<< ¡Agarrá el saco!>>, me dijo con una dulce autoridad. Me lo eché al hombro con toda la fuerza de un renacuajo que quiere aparentar caupolicanismos prematuros, y juntos cruzamos el puente endeble del ferri. Cerca del muelle de Ometepe estaba una carreta destartalada ajustada a un caballo más canijo que yo, y haciéndole una trenza en las crines de la cola grisácea, mientras fumaba un canuto a medio cuerpo, esperaba Pancho Bueymadera.

–Dejálo en el suelo ―me dijo mi mama―, y quedáte aquí; podés comerte uno si querés–. Saqué un banano del saco y lo pelé mientras vi que mi mama Renata se arrimó a Bueymadera. También vi, pasado un tiempo de conversación silenciosa, que el carretonero quiso darle un beso, pero ella apartó su cara con desprecio. Luego el hombre se dejó venir hacia donde yo estaba comiendo mi banano.

―¿Está bueno? ―preguntó, mostrándome sus tres dientes afilados de hojalata. Y entonces le extendí el último bocado que tenía en mis manos. Lo enganchó entre sus uñas sucias y se lo tragó de un suspiro.

―¿Te gustan los plátanos, no? ―me inquirió señalando el saco que estaba en el suelo. Y le afirmé que sí moviendo la flaca nuca de garrobo pasmado. ―Vamos ―me dijo―. Te voy a llevar a la finca. Allá tengo varias frutas; las cortás y te venís al muelle con tu mama. Yo me llamo Francisco Manzanares, pero aquí en la isla todos me dicen Pancho Bueymadera. Y vos… ¿cómo te llamás?

―Calmuri ―le dije con una vocecita apretada entre dientes.
Lo último que recuerdo fue haber visto aquellos ojos perplejos de mi mama Renata asaltando la inseguridad de los míos, mientras Pancho Bueymadera me subía a su carreta. A mi lado, mi mama puso el pequeño saco de bananos, luego me selló la frente con un beso y me dijo que me quería. Cuando el caballo sintió el azote de las riendas sobre el lomo, me fui alejando de ella, y los puntitos negros de su vestido se fueron perdiendo entre el sopor de la canícula y la densa estela de polvo que la carreta iba dejado a su paso. 

El viaje y mi llanto duraron más de media hora, hasta que llegamos a la pequeña finca donde un hombre, al que llamaban el negro Chesterton, nos recibió de mala gana. 

―Aquí está el mocoso ―le dijo Pancho al negro―. Dale una cutacha y lleválo al huerto para que vaya aprendiendo el oficio; mientras yo hablo con el patrón.

El negro Chesterton me bajó de la carreta. ―Tomá ―me indicó dándome un machete bien afilado―. Andáte recto, es donde queda la casa en la que vas a vivir ahora, detrás está el único huerto sobreviviente a la sequía. Más vale que te pongás las pilas, porque de otra manera no te vas a hartar.

Agarré el machete, todavía tembloroso por el llanto, limpiándome las lágrimas de la cara con la camisa, y caminé buscando la casa con el temor a que si no hacía lo que me ordenaba el caporal me diera con la rienda de toro que colgaba de su cintura.

Era un edificio de dos pisos en ruinas, con las celosías de los ventanales oxidadas, un portón de varillas verticales asegurado por un cerrojo y una parca de perro resguardando a que nadie saliera, más que los cuidadores del lugar. Me fui directo al huerto que había detrás y me puse a trabajar chapodando algunos mechoncitos de maleza que ya comenzaban a nacer entre los cilantros. A los diez minutos llegó, el muy tirano y mandamás del albergue, Sebastián Amador.

―¡Así me gusta, muchacho! ―me dijo con una voz ronca y precisa―. Aquí el que no trabaja no come.

―¿Cuántos años tenés? ―preguntó, prepotente, mirándome de cuerpo entero. Y yo le mostré mis cinco dedos mugrientos, luego de haber tirado la pala al suelo. 

―No bote la pala, muchacho malcriado. ¡Aquí el que bota la pala, bota la comida!

–Además… ―agregó sentenciándome―… ya dejó dicho la Renata que te ponga sedita. Desde ya tenés que irte acostumbrando a esta mierda, sino te acostás con las muelas limpias. Aquí nadie te va a consentir ―dijo, como en señal de despedida, mientras daba una media vuelta casi marcial para largarse. 

Al llegar la noche, Pancho Bueymadera me llevó a conocer las galerías del hospicio. Mi cuarto, que quedaba en la segunda planta, era más grande del que tenía en Managua, sin embargo lo tendría que compartir con otros nueve renacuajos que se encontraban enfilados en unos pequeños camastros de resortes.

En aquellos casi tres meses cumplidos, el trabajo en el huerto se convirtió en una especie de sobrevivencia bajo régimen expreso. Pero todo cambió con la llegada de la tía Cecilia Oremuno, una mañana sin mayores sobresaltos y cuando todo marchaba en el orden de los capataces y del gran tirano mandamás, Sebastián Amador; la vi acercarse como un sueño inesperado. Traía puesto el chal rojo de siempre, sus zapatos de trapo de quince pesos y el pelo nevado hasta las puntas. Se arrimó a duras penas con su caminar entrecortado y, con el parecido asombro de una madre frente a su vástago herido, me preguntó:

―Hijo, ¿qué te pasó?

―Fue la cutacha…tía… ―repuse indeciso, tratando de tapar mi brazo mal enmendado.

―¿Y por qué no te has vuelto a Managua? ―preguntó.

―Porque mi mama Renata no ha venido a traerme ―le contesté a secas.

―¡Ve qué vieja! Pero no te preocupés. Yo misma te voy a sacar de esta mazmorra.

Fue lo único que me dijo mi tía Oremuno. Me agarró del brazo bueno y me hizo que nos fuéramos de inmediato. Hasta hoy no sé si aquella loca idea fue la mejor, pues nos fugamos sin decirles nada al negro Chesterton ni a Pancho Bueymadera ni al tirano Amador, sólo nos fuimos y ya, porque de otra manera no hubiera sido posible evadir tal régimen. Nos metimos en el bosque seco seguramente buscando la otra orilla de la isla, es decir: hacia el sur.

El camino se hizo de nunca acabar, y el hambre ya comenzaba a carcomernos hasta los huesos. Mi tía me dijo que tenía que ser fuerte, y yo le expliqué que no importaba si no comíamos, y le confesé (lo que ella ya sabía desde siempre) que con mi mama había pasado muchos apuros en casa, que casi nunca teníamos comida, hasta que se hacía la suerte de lavar y planchar a uno que otro inútil vecino del barrio. Todo se lo confié a mi tía Cecilia Oremuno esa tarde en aquel triste y desolado Ometepe del delirio. Y también le declaré que extrañaba a mi mama Renata, aunque no me diera de comer, aunque me hubiera abandonado.

―Ella no te abandonó ―me refutó muy seria―. Sólo que no tenía cómo mantenerte, eso es todo… ―clavó su mirada al suelo, y enmudeció tan pronto como quiso. 

Habíamos pasado seis días con sus noches sin comer extraviados en medio de la sequía del bosque, hasta que ella se debilitó. Entonces, al séptimo día, sin más ímpetu que el último resoplo de su alma: cayó. El polvo afloró en el aire cuando su cuerpo sonó seco, como un banano que cae al costal vacío. <<Calmuri, ve hacia el sur…>>, me dijo, quizás intentando salvarme. Pero yo nunca supe donde quedaba el sur de la tía Oremuno. Así que me volví a recostar en su pecho y aquí estoy, por si algún día se le da por decírmelo.