9 feb 2014

YO FUI GRETA GARBO

FRAGMENTO: Greta apenas escuchaba lo que Beaton decía; fumaba plácidamente su mediano cigarrillo disparando, con su juntura de labios, copos de humo en el vacío inmediato. Se levantó de su cómodo diván y destripó las brasas de su cigarrillo contra las viejas colillas del cenicero de porcelana. 
                                                                
 a  Freddy Quezada,
                                                                                               “El niño-dios con unos terribles bigotes”

YO FUI GRETA GARBO                                                   

  
por  KENNETH CHÁVEZ©
 

  Me siento responsable de esa resignación que hay tu mirada–dijo Cecil Beaton mientras, sentado sobre un anticuado escritorio de madera, se percataba del silencio amenazador de las pupilas de Greta–. Hay que cambiar las cosas–continuó–. Hay que romper los paradigmas establecidos por los fofos del cine. Extraño mucho de ti ese pasado en blanco y negro, los retazos grises y sepias eternizando los pequeños instantes, el tiempo dormido en la tierna mudez de tu imagen.
  Greta apenas escuchaba lo que Beaton decía; fumaba plácidamente su mediano cigarrillo disparando, con su juntura de labios, copos de humo en el vacío inmediato. Se levantó de su cómodo diván y destripó las brasas de su cigarrillo contra las viejas colillas del cenicero de porcelana. –Tú no entiendes nada– le refutó Greta–. Este rostro no es de Ninotchka, Karenina o Gautier. Este rostro es de Greta Lovisa Gustafsson, la misma chicuela pobretona de Estocolmo, la comerciante de sombreros del Almacén Pub, sólo eso.
  –¡Pero qué cosas dices, Greta! Tu rostro es aún bello y fresco. Todavía eres tú: “Greta Garbo, la que ríe”, ¡la mejor actriz de cine de todos los tiempos!
  –¡Déjate de pendejadas, Cecil! Esas boberías se las acepto a los majaderos de Hollywood. Ya estoy bastante mayorcita para el negocio y tú lo sabes, todo el mundo lo sabe. Además, ya no le quiero ver la cara a nadie, y tampoco quiero que me la vean a mí. Así que guarda esa maldita cámara, ya no permitiré que se lucren de mi decrépita fachada.
  Greta se acomodó el mojado camisón blanco que traía puesto; uno de sus senos se asomaba curioso aprovechando la ausencia de un botón. –Tengo que ir al baño. Guarda esa cosa si quieres que sigamos siendo amigos, de lo contrario puedes tomarme una foto en el cagadero mientras aspiro otro cigarrillo. Así podrás captar cada detalle de mi ceremoniosa seriedad que todos se inventan porque no tienen más nada que hablar.
  El desalentado fotógrafo desarmó el alargado trípode y desmontó las lentes de su enorme Nikon y las guardó en la mochila verdeolivo que traía consigo y, luego de apagar las lucecitas que iluminaban el estudio improvisado en medio de la pequeña sala, sacó un manojo de fotografías que en un tiempo atrás le había tomado a Greta, las miró tiernamente una a una mientras las iba poniendo en fila sobre el escritorio. Beaton pensó que Greta tenía razón, ya nada era igual a aquellos tiempos, el mundo estaba tan mediatizado que había perdido la esencia ética de las cosas, y que si la revista Imagen quería obtener las fotografías de Greta era únicamente un acto lucrativo.
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  Beaton observaba con detenimiento las fotografías mientras reflexionaba sobre el pasado, sobre cuando conoció a “La Divina”, como le llamaban a Greta por su carácter hosco, inalcanzable, y a la vez tan lleno de dulzura. La había conocido en 1926, en ocasión del estreno de su éxito cinematográfico El demonio y la carne; no era costumbre que la actriz llegara a los estrenos de sus  propias películas, pero, ese viernes nocturno de abril, el fotógrafo la descubrió infiltrada entre los espectadores. Nadie conocía mejor a La Garbo que Cecil Beaton, por lo que ni el sombrero ni las enormes gafas oscuras que llevaba puestos fueron obstáculo para que el fotógrafo la reconociera. Greta Garbo estaba sentada coincidentemente en la última fila del salón a la par de Beaton. Cuando él la vio pensó, casi de manera instintiva, en sacar su cámara y robarle una foto, pero se acordó que Greta muy rara vez llegaba de incógnita a los estrenos de sus películas para escuchar qué opinaban los espectadores de sus actuaciones, y que si tomaba la foto todos los asistentes se percatarían de la sorpresiva presencia de la actriz, y esto más bien la alejaría y hasta era posible que cargara con el desprecio de La Garbo por una eternidad, ya que era despiadadamente rencorosa, y quizá se ocuparía de mover algunos cables para destruir su ya entonces miserable carrera de fotógrafo. Así que dejó la Nikon en su lugar y prefirió seguirle el juego haciéndole pensar que no se había percatado de quién era. Al final de la película Beaton no siguió las ovaciones del público que se levantó enérgico y entusiasmado por el buen final del estreno; en cambio comentó, de forma artera y estratégica, que el filme era un asco. Greta lo volteó a ver muy extrañada y, casi en estado colérico, le preguntó muy enfática:

 –¿¡Un asco!? ¿Dice usted que es un asco?

  –¿A ti te parece bueno, eh! –le expresó con exquisito sarcasmo Beaton–. Claro, no es de sorprenderse. Todos alaban de forma mecánica a La Divina. La aplauden porque al hacerlo se sienten intelectuales refinados. Usted parece una intelectual, ¡hágalo!

  Cecil se marchó luego de su crudo comentario. En el salón todos los espectadores y críticos de cine sonreían, se formaban en círculos amistosos para brindar y celebrar el éxito de la película. En cambio, Greta estaba aturdida por el comentario de Beaton, así que decidió seguirlo mientras éste atravesaba la multitud. El fotógrafo sabía que la actriz se había resentido por su pequeña dosis de causticidad, así que tuvo la certidumbre que ésta lo seguiría automáticamente. Conocía bien el temple de La Garbo, y sabía que no se quedaría con el veneno de ese piquete. Así que caminó lentamente atravesando la puerta de la sala y continuó por las estrechas aceras Neoyorkinas. No pasaban treinta segundos desde que salió del lugar cuando escuchó detrás los ligeros martillazos de los tacones sobre el pavimento, y en seguida la voz que le gritó: –¡¿Un asco?!
  El alacrán había acorralado a su presa. Beaton la invitó a un café, y ella cautelosa rechazó la oferta. Prefirió invitarlo a tomar unas copas de whisky en su apartamento del Central Park; <<Es cuestión de privacidad>>, le dijo. Cuando entraron a la acogedora sala y se sentaron sobre un pequeño pero cómodo sofá, La Divina se quitó lentamente las oscuras gafas que llevaba puestas, y le reveló su verdadera identidad, a lo que Cecil Beaton reaccionó con una mínima sonrisa. Se emborracharon durante toda la noche y platicaron sobre varios aspectos técnicos y comerciales del cine mudo y sobre cómo éste iba siendo desplazado por el nuevo cine sonoro, y también conversaron con cierta complicidad sobre lo imbécil que era la gente que se creía intelectual por calificar de buenos los asquerosos pastiches de algunos productores seudoindependientes. Greta, que tenía una voz grave y a la vez reposada, hablaba con una enigmática seriedad, por lo que el fotógrafo se cohibía ante cualquier comentario que fuera motivo de risas; y esta falsa seriedad de Beaton permitió que la actriz se sintiera aún más cómoda con su compañía,  por lo que le propuso quedarse a dormir esa noche, propuesta que él aceptó con mucho entusiasmo reprimido; sin embargo, cuando el fotógrafo se levantó para ir al baño, Greta, empujada por su paranoia, aprovechó para revisar la mochila que éste traía consigo. La abrió y encontró la enorme cámara Nikon y varias fotografías de actrices, incluyendo una muy patética suya. La Garbo estaba furiosa al pensar que se trataba de un paparazzi más de la fauna periodística, no obstante supo controlar su ira. Cuando Beaton regresó a la sala, Greta le pidió en tono seco y amargado que se marchara, que quería estar sola. Él sospechó que la actriz comenzaba a mostrarse irritable con sus esnobismos baratos de soledad; así que se marchó sin refutarle una sola palabra.
  Cecil Beaton nunca llegó a enterarse que La Garbo lo había echado por creer que era un asqueroso paparazzi, hasta que él mismo la volvió a buscar y ella le manifestó su aversión. Sin embargo, el fotógrafo no la había ido a buscar a su departamento por decisión propia, sino porque la célebre revista Imagen así se lo había asignado, y Beaton, que se encontraba en el estado más penoso de los fracasos económicos, tuvo que doblegarse a dicho mandato. Imagen, como otro centenar de revistas y medios televisivos del mundo, quería obtener aunque fuera una sola fotografía de “La Divina”, a partir de que ésta, hacía diez años atrás, anunciara su precoz retiro del mundo del cine con el extraño argumento que no quería envejecer ante las cámaras. Apenas tenía 36 años cuando Greta asumió tal posición, que a todos les pareció un disparate, sin embargo, esto fue contribuyendo a que La Garbo se convirtiera en un leyenda viva del cine. Por eso todos los medios de comunicación querían tener en su exclusivo poder imágenes de La vieja Greta. Tal era el compromiso de Beaton que él mismo estaba fatídicamente convencido que si no cumplía con esta misión su carrera como fotógrafo se vendría a pique, por lo que con trípode y cámara en mano abordó un taxi y se dirigió directo al Central Park en busca de su “decrépita musa”.
  Cuando llegó al lugar golpeó tres veces la puerta, pero nadie abrió. El fotógrafo supuso que la actriz ya no vivía en New York, por lo que se sintió más fracasado de lo que ya estaba; sin embargo, se atrevió a girar la perilla y logró abrir la puerta, cuando entró a la sala escuchó a lo lejos la grave voz de Greta, entró a la pequeña habitación donde salía la voz y corroboró que era La Divina ensayando viejas actuaciones en la ducha; de manera perversa pensó que unas fotografías de La Greta desnuda no le vendrían nada mal para reivindicar su carrera como fotógrafo; no obstante, reflexionó que no podía caer en tan baja y vulgar labor de paparazzi oportunista, razonó que él era un fotógrafo profesional y que mejor haría las cosas con ética y estilo. Así que se dirigió a la salita del apartamento e improvisó la instalación de un pequeño estudio fotográfico: Desplegó su trípode, armó su cámara con sus tres focos adaptables, conectó dos pequeños bombillos artificiales y disminuyó la luminosidad natural que provenía de la ventana fronteriza sobreponiendo un lienzo color oscuro.
  Greta salió de la bañera fumándose un largo cigarrillo, y cuando escuchó el ruido se puso rápidamente el camisón y fue a echar un vistazo a la sala. Encontró a Cecil Beaton sentado sobre su anticuado escritorio de madera. Tal fue su impresión al verlo que no tuvo más palabras que el silencio amenazador de sus pupilas.       
□ □ □

  A lo lejos de la sala se escuchó el ahogado tragante del retrete. Luego apareció Greta.

  –¡Oh!, maldito Beaton. ¿No te has marchado? ¿O acaso persistes con tu loca idea de fotografiar a la famosa Gioconda de Da Vinci? ¡Pues mira, eh! Tómame las fotos de este ángulo, fotógrafo pelele. Date gusto con mis tetas caídas de vieja decrépita. Eso es lo que quieres ¿no? Pues ¡vamos, qué esperas? Aquí está mi trasero. Saca tu bonita cámara y me tomas tu mejor foto. Mira las canas de mi pubis, sácales un detalle, degenerado.

  Beaton estaba aterrado por la rabiosa actitud de Greta. De cómo ella había regresado hecha un demonio con la desmadejada cabellera y el camisón blanco en la mano. En tanto parpadeaba aterrado por cada violento movimiento que la actriz formulaba de manera histriónica en el aire. Estaba planeando huir de aquel lugar parecido a un manicomio, sin embargo se contuvo al ver a La Garbo reventar en llanto sobre la alfombra de la sala. Beaton se levantó del sofá para consolar a la actriz:

  –Como quieras, Greta. Me iré si así lo deseas. No tomaré ninguna foto. Vamos niña, no te enojes más. Tú tienes toda la razón, esos malditos de Imagen son unos desconsiderados. Levante y vístete por favor, te enfermarás si sigues así.

  Greta sollozaba como un bebé entre los brazos del fotógrafo. Se incorporó lentamente de la alfombra, y se percató de su penosa desnudez. Así que se sentó en el sofá y se cubrió con dos pequeños cojines negros. Cecil Beaton le secó el sudor que le chorreaba en la frente y le cubrió sus blancas piernas con el camisón. –Quiero que me perdones– le imploró mientras le acomodaba la desordenada cabellera. –No pensé el mal que te haría al regresar.

  –Está bien–dijo sosegada la actriz–. Sólo cumples con tu trabajo. Pero por favor, no trates de cumplirlo conmigo. Ellos sólo quieren verme vieja. Ya nada es tan ético como antes, ya no existe el respeto hacia la gente mayor.

  –Tienes razón. Pero no me gusta que te sigas llamando vieja porque no lo estás –le dijo Beaton al momento que le abanicaba las manos con un tierno soplo de labios. Una linda mujer de 46 no es vieja porque se le viene en ganas. No, Greta. La vejez es un mito que nos llega por pura sugestión, la vejez es un invento que fundaron los hospitales, los asilos y hasta los departamentos de seguros para ganar buen dinero.

  –¡No fastidies, Beaton! –le refutó la actriz–. Mira mis arrugas, mis ojeras, mis canas. ¿Te parecen un invento? Porque de ser así ¡los imbéciles se las ingeniaron muy bien! –le expresó Greta seguido de una diminuta y apagada sonrisa.
  –Bien–le dijo en tono fracasado el fotógrafo–. Si te sientes vieja, entonces vieja morirás. Yo no quiero parecer más un filósofo conciliador diciéndote que la vejez es una cosa que reside en el espíritu, pues ya tú lo sabes. En realidad siempre lo has sabido y a pesar de todo te has convertido en una celebridad. Tu pretexto es creerte vieja para huir del mundo. Pero la senectud nunca fue un escape para nadie, si acaso para reflexionar y capacitarte ante la muerte, un falso acto de expiación; pues, ¿qué es en realidad la vejez sino el preludio de la muerte? Tú, desde tu proscenio, ya te anuncias tu propia muerte. Y si recreando la tragedia teatral de la angustia de la senectud quieres seguir yo mejor me marcho, pues prefiero morir de hambre en el oficio de la mendicidad que participar en este absurdo coloquio de la nada.
  Beaton se levantó resuelto del sofá, tomó su mochila y, mientras Greta permanecía silenciosa vigilándole cada movimiento, recogía los demás instrumentos y se los acomodaba entre los brazos. Luego de levantar todos sus objetos se marchó sin dirigirle una sola palabra. Cinco segundos después que éste cerrara con violencia la puerta del apartamento escuchó un disparo. Se regresó presuroso y alertado por la detonación, al abrir la puerta vio el cuerpo desnudo de Greta extendido en el suelo; el arma calibre 38, presuntamente extraída de la única gaveta del escritorio, en su mano derecha; y la sangre ligera todavía recorriendo el centro iluminado de la sala.
  –¿Qué has hecho, Greta!–
  El fotógrafo se hizo una bola de nervios. Retornó a la puerta y constató que nadie había escuchado el disparo, en seguida cerró la puerta y tembloroso se limpió sobre el pantalón las manchas de sangre que le habían quedado en las manos. Levantó a Greta del suelo y la ubicó sentada en el sofá, mientras consternado se le vinieron algunos recuerdos de las películas en que Greta había actuado la realización de su muerte; pero se sintió culpable cuando le miró el pelo entrecano y sus senos entristecidos expuestos como una cruda pintura de Dalí. Pensó que la actriz se había suicidado por el impertinente recordatorio que él había suscitado con el sólo hecho de su presencia. La miró fijamente al rostro sangriento y notó que ésta tenía bosquejada una extraña y ligera sonrisa, como si al momento de suicidarse lo hubiera hecho con una inventada felicidad. Se acercó y le limpió la sangre con un pañuelo que traía en su bolsillo. Un poco más calmado de su aflicción, se sentó sobre el escritorio y siempre contemplando a Greta se le ocurrió tomarle unas fotos. Sacó su cámara y, desde la altura del escritorio, comenzó a disparar su Nikon. A medida que iba tomando las fotografías se mostraba más insatisfecho con los ángulos de las mismas, así que bajó del escritorio y tomó desde todas las perspectivas y distancias posibles, hasta terminar las 36 exposiciones que contenía cada uno de los tres rollos predispuestos. Al pasar cerca de una hora en este frenético trabajo, se sentó en el sofá al lado de Greta, y le dijo susurrándole al oído: <<No te preocupes Greta, no las publicaré. Duerme tranquila>>. La extendió a lo largo del sofá y la cubrió con el camisón teñido de sangre. Después recogió el arma del suelo, la echó en su mochila donde también guardó sus instrumentos y se marchó. 

  Abordó un taxi rojo y en éste atravesó perezosamente los ríos de autos del centro de New York mientras pensaba en la muerte de la actriz. Sabía que de alguna manera se había implicado en dicha muerte, y por lo tanto estaba metido en serios problemas. Era claro que la justicia lo reprobaría por haber tomado tan bochornosas fotos. La policía lo buscaría hasta en el mismo infierno, investigarían a fondo las huellas de sangre encontradas en el llavín de la puerta, en el camisón de Greta, en cada cosa que había tocado en el apartamento. Se darían cuenta que él había estado en el lugar. Lo perseguirían hasta acabar con su pedacito de reputación, su prestigio, y hasta creerían que él mismo era el asesino. Pensando todas estas cosas iba Beaton hasta que el conductor le anunció la llegada a su destino. Le pagó al taxista y se bajó desconcertado del automóvil; cuando se encontró frente a la enorme puerta de cristal del lugar donde operaba la revista Imagen despertó de su ensimismamiento, recorrió de abajo hacia arriba buscando la octava pieza del gigantesco edificio de veinte y dos pisos, y luego resolvió no entrar. Se ubicó otra vez al borde del andén e hizo una ligera señal a un taxista, pero éste no se detuvo. Cuando iba a levantar la mano para detener al siguiente, Robert Berns, el jefe, lo saludó desde lejos mientras iba saliendo del lugar:

  –¡Señorito Beaton, veo que ha regresado! ¿Trajo usted el encargo que le solicitamos?

  –No señor Berns–le dijo con la voz apagada Cecil Beaton–. La cosa no se pudo; Greta Garbo ya no vive en el Central Park.

  –¿Usted sabe qué se está jugando con su respuesta, Beaton? Esta empresa es una organización seria y responsable. Usted no puede venir con su cara de fracasado a decirme que no consiguió el encargo.

  –Pero Señor Berns…

  –¡Pero nada! Usted mismo está firmando su carta de renuncia con esa actitud fracasada.

  –La busqué en su apartamento, ya no vive allí, señor. No hay nadie quien sepa de su paradero. ¿Cómo piensa que la encontraré de la noche a la mañana? Ruego que me dé algo de prórroga. 

  –¡Prórroga!, ¿pero qué prórroga ni ocho cuartos, fotógrafo de quinta! Ahora mismo sube y redacta su renuncia, si no quiere que yo mismo lo despida y quede usted mal parado.

  –Pero señor…

  –¡Ni una palabra más! Nunca conocí en mi vida a nadie tan negativo. Es usted, Beaton, la personificación más exacta de un insuperable fracaso. Ahora me retiro.

  Robert Berns se alejó de inmediato después de su sentencia. En tanto Beaton quedaba derrotado ante su despido. Sin embargo no entró a las oficinas de Imagen para redactar su supuesta renuncia, como se lo ordenó “el jefe”, sino que detuvo un taxi y se dirigió hacia su departamento. Cuando finalmente llegó, encendió la radio y se recostó sobre un canapé ubicado en una esquina de la pequeña sala, y de esta manera se quedó dormido. Tuvo un sueño largo y pesado que terminó con una pesadilla donde aparecía Greta, con su cabellera enmarañada y el cuerpo desnudo salpicado de sangre, indicándole furiosa, con su dedo índice, el pelo plateado de su pubis. Se despertó exaltado en plena madrugada, se dirigió a la cocina a tomar medio vaso de agua. En seguida retornó a la sala y miró la mochila verdeolivo reclinada al pie del canapé, la cogió y se fue a su cuarto, allí sacó los tres rollos de películas y comenzó el trabajo químico y artesanal del revelado sobre láminas de acetato expuestas a la oscuridad.  Al colarse los rayos del sol a  través de los intersticios de la ventana del cuarto ya tenía las fotografías reveladas en su larga mesa de trabajo. Una a una las observó con cierto detenimiento y pudo darse cuenta que la sonrisa gesticulada por Greta al morir ayudó a que se mirara auténticamente viva y bella. Aunque su desnudez era penosa, por su escuálido cuerpo, los senos surrealistas y el pelo entrecano, Beaton llegó a pensar que era igual a una diosa.

  Se apartó por un momento de las fotos para ir a tomar una ducha. Luego se dirigió a la cocina para preparar su acostumbrada ración de pan con mantequilla y café negro, y regresó a su laboratorio fotográfico, donde consumió su desayuno mientras observaba por segunda vez las imágenes de Greta. En seguida seleccionó la más bella entre todas y la metió en un amarillo y sucio sobre de manila que tenía a su alcance; encima de la cubierta escribió: Posdata: “La Garbo vuelve a reír”. Guardó el sobre en su mochila y salió a la acera. Detuvo un taxi negro y le ordenó al conductor que lo llevara directo a las oficinas de “El Heraldo”. El periódico le pagó el medio millón de dólares que había ofertado hacía tres meses atrás a cualquier persona que llevara una fotografía de La vieja Greta. Le preguntaron cómo la había obtenido, si sabía dónde se encontraba la actriz, que por qué salía desnuda, y que si él era su amante. Sin embargo, Beaton no respondió a ninguna pregunta. Esperó a que le firmaran su cheque, y pronto se marchó nuevamente a su apartamento. Al llegar, tomó las demás fotografías que había dejado desordenadas en la mesa, las metió en la mochila, y se enrumbó al aeropuerto. Estando en el lugar pensó en ir a Londres, donde siempre había soñado viajar para poder participar en las exposiciones de los nuevos mercados de la fotografía moderna. Se detuvo a pensar sobre todo lo que podía hacer con la cuantiosa suma de dinero que ahora tenía en su poder. Sonrió con dulzura pensando que, en realidad, nunca fue un fracasado como le dijo Berns, y que si existía  alguien de verdad fracasado era su “jefecito”. Así que por qué irse a otro lugar, cuando era el momento de la venganza, de demostrarles a todos los fantoches de la revista Imagen que él era un hombre de éxito, un profesional y no un triste “paparazzi”, como le llamaban burlonamente sus compañeros de trabajo. Era el momento de brillar, de mostrarles que él ya no seguiría las órdenes del viejo tirano y perverso Berns. Que era libre, que era un fotógrafo independiente de mucha fama y prestigio. De esta manera meditaba con satisfacción y malignidad en la sala de espera del aeropuerto internacional, cuando prefirió quedarse en New York, olvidándose por completo de la muerte de Greta Garbo y sus posibles consecuencias. Así que se marchó perezoso caminando, con su mochila verdeolivo colgando de sus hombros, y buscó el café más próximo de la calle para almorzar, y allí se quedó pensativo, mientras comía su  deliciosa entrada de pepinos, lechuga, tomates y apio con mayonesa, y bebiendo de su copa el exquisito argentino conservado; perdido, extasiado en la reacción que tendrían sus compañeros de Imagen cuando supieran de su triunfo. Bebió vino tarde y  noche celebrando su gran logro hasta ponerse borracho e inquieto con los demás visitantes del café. <<Yo tomé la foto>>, les decía orgulloso, mientras en la pantalla del televisor que estaba en el mismo café aparecía la imagen de Greta con su desnudez semidifuminada. <<Yo tomé la foto. Tengo dinero, mucho dinero>>, y todos le quedaban mirando serios, hasta que los mismos meseros del lugar se encargaron de echarlo a la calle. <<Tengo dinero>>, les decía ebrio. <<Tengo dinero para comprar este maldito lugar y a sus perros guardianes>>. Luego de pasar cerca de diez minutos tirado en la acera despotricando contra los meseros, se levantó y se marchó a su departamento. Al llegar tuvo intenciones de examinar las demás fotografías que le había tomado a la actriz,  se metió en su cuarto, sacó las fotos de su mochila y las puso desordenas sobre la mesa de trabajo, sin embargo, no terminó de mirar la cuarta foto cuando el cansancio y el sueño le vencieron los ojos, así que dejó su mochila sobre una silla de madera que también estaba en su laboratorio, y se fue a recostar a su canapé, tres minutos después se quedó dormido.

  Al siguiente día, un sábado por la mañana, despertó Cecil Beaton. Su cabeza contenía una mina entera de explosivos que eran activados a cada paso que daban las millones de neuronas ansiosas al suicidio; miró con recelo los rayos del sol que calaban el transparente tejido de las cortinas de las dos ventanas fronterizas y los finos corpúsculos que volaban sobre el haz mayor. Sobre su lecho, saboreó la saliva rezagada en su boca y se restregó con sus dos manos tratando de reincorporar su figura facial de hombre activo. Miró el reloj de pared  y supo con asombro que era casi mediodía. Se levantó para ir a preparar su desayuno-almuerzo, agregando una deliciosa ensalada de frutas al desayuno tradicional. Enseguida volvió perezoso al canapé con la bandeja de alimentos y encendió su viejo televisor de catorce pulgadas para ponerse al corriente de las noticias. Y encontró todas las frecuencias plagadas de la imagen de Greta Garbo. Cerca de noventa canales transmitían su obra maestra. La Diva volvía a causar controversia en el mundo de la diabólica farándula, pero esta vez no por su escurridiza forma de autocensurarse en los medios de comunicación, sino por su escandalosa aparición de mujer vieja, sonriente y desnuda. Tres cosas que siempre detestó a lo largo de su corta carrera.

  En la conciencia del fotógrafo comenzaba a suscitarse un arraigado sentimiento de culpabilidad. La muerte de Greta volvía a carcomer sus pensamientos. Y para no seguir cavilando más cegó la pantalla de su televisor, y después pensó en quemar las demás fotografías de la actriz. Así que se dirigió a su laboratorio, encendió una triste lucecita blanca que iluminaba su mesa de trabajo, y ahí encontró las más de cien fotos de Greta. Miró su mochila sobre una silla de madera que también estaba en el cuarto. Se acercó a ella, la abrió y sacó su cámara para situarla a su alcance sobre la mesa. También encontró en la mochila el revólver calibre 38 con el que Greta había dado fin a su vida, y lo colocó sobre la mesa. Cada cosa que veía le recordaba a aquella infortunada noche. Todo le recordaba a Greta. Su cámara, su mochila, las fotos, el pañuelo, que también había encontrado en un compartimento inferior, con el cual había limpiado el rostro sangriento de la actriz aniquilada. Todo le recordaba a Greta. Las noticias le recordaban a Greta. Sabía que siempre se lo recordarían, a partir de que se dieran cuenta de quién había sido el criminal. Aunque él no la había asesinado, sabía que sus palabras de una u otra forma lo habían hecho; que su presencia la había asesinado. Entonces reflexionó que el argumento de Greta siempre fue válido, nunca quiso envejecer ante las cámaras, sabía que las cámaras la asesinarían. Que las cámaras le carcomerían la médula de los huesos, su pubis envejecido, su decrépita apariencia. Todo sería roído por la presencia de las cámaras. Los medios de comunicación le dictaminaban su muerte.

  Beaton se sintió abrumado al reconocer su culpabilidad. Sostenía un puñado de fotos con sus trémulas manos mientras sus lágrimas se escurrían sobre las imágenes grises. Todo el tiempo pensaría en Greta, cuando llegase a viejo. Todo el tiempo. Pues, ¿cómo eliminar un recuerdo que se iría actualizando a medida que el tiempo pasara y lo llenara todo de vejez? ¿Cómo suprimir la sentenciosa costumbre del tiempo?, se preguntaba mientras lloraba incesantemente agobiado por el peso de la culpa. Sabía que todo había terminado, con Greta, con él, con la vida. Así que tomó el revólver que estaba sobre la mesa de madera y pensó que todo había sido un fiasco, y que en realidad siempre fue un fracasado como le insinuaban a diario sus compañeros de trabajo, y como también lo llamó Berns antes de despedirlo: “Un insuperable fracaso”. <<Las cámaras urdieron nuestro fracaso, nuestra vejez, nuestra muerte; ahora nada estará a salvo. Sólo la imagen enterrada en la oscura tumba de mi memoria>>. Apretó el gatillo y disparó su última foto. La parpadeante lucecita blanca lo miró desplomarse lentamente como una hoja seca entre las páginas de un viejo álbum.          



 
KENNETH CHÁVEZ
(Managua, Nicaragua. 1986)
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Escritor nicaragüense graduado en Filología y Comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (tesis marxista sobre la poesía de Leonel Rugama).

Premio a la Máxima Excelencia Cultural con Mención en Literatura (2010), concedido por la UNAN-Managua . Mención especial Concurso de Cuentos (ACH, Centroamérica, 2011). En 2005 fundó el Grupo Literario EROS, y posteriormente la Red Nicaragüense de Escritores Universitarios. Cursó estudios literarios bajo la tutela de los escritores Iván Uriarte, Luis Alberto Ambroggio, Alfonso Chase, entre otros.

Autor de tres libros aún inéditos: La ola del desierto (colección de poemas, 2007-09), Encomienda para Amalia (relatos: 2010-11) y La fiebre de las rosas (novela corta: 2011). Ha sido de oficio profesor, librero y gestor cultural. Actualmente dirige el Portal de Literatura HEXÁGONO desde su blog oficial (kenneth-chavez.blogspot.com) y trabaja como periodista en su país de origen.