27 abr 2019

Días de primavera



El día que me iban a matar, había soñado con jugar bajo los chubascos de la colorida fuente musical, allá frente a la vieja Catedral de Managua. Un ángel de alas rotas nos custodiaba desde el cenit del ‘terremoteado’ edificio histórico. Eran los días felices, antes del frustrado golpe. Salté de la cama despavorido a las seis y treinta de la mañana, al estallar el primer morterazo, proveniente de la muralla de piedras que sitiaba, por infortunio de la vida, mi casa. Era la hora de ir a misa. Con las greñas en los ojos y los últimos retazos de aquel vago sueño, me enrumbé hacia la parroquia que posteriormente se convertiría en un atípico y clandestino almacén de armamento de guerra y guarida de sediciosos.
La imaginación que nos ataca de sorpresas, me atinó sin treguas en aquel destiempo. Entonces pensé en el milagro. Vivir una revolución tierna y pura. De niño ya crecía orgulloso con ese espíritu de lucha, heredado por nuestros abuelos, nuestros héroes y mártires. Algunos incautos, como aquel padre que desde el púlpito maldecía y lanzaba los más duros improperios contra la revolución, creyeron que podían acabar con esa mística; pero la derrota de la oposición, desde la iglesia y sus variados flancos extremistas, ya estaba proféticamente en la raya, como un canto de lechuza que anuncia de forma anticipada su propia muerte.  
Mucho antes de haber fraguado su artero plan, los golpistas ya habían sido condenados al fracaso por la misma historia. En medio de su vasta ingenuidad y torpeza, nunca sospecharon que el sandinismo tenía la capacidad de reinventarse: el cambio y la lucha sin fin, como el Ave Fénix, con esa inherente fortaleza de renacer desde las cenizas. Pero los bastardos, antes de nacer ya habían intentado asesinar a la patria. Desde el vientre, asfixiados por el líquido amniótico de la maldad, la ira y la discordia, incubaron los más perversos planes.
En aquel abril desataron su gruñido de odio y desamor, lanzándose como perros rabiosos, como les llamó el Comandante, atizados por la ferocidad, la irracionalidad y el delirio de sus más bajos propósitos. La tierra, que no perdona, se los tragó de un solo bocado, sin aviso. Los malos hijos no merecen gozar ni del abrigo, ni de la herencia. Pero los desheredados tenían un plan que urdía sus más hondas raíces en otros abriles, con una mezquindad inigualable, apostaban al poder, el dinero y la gloria, transformándose en iracundos ‘caínes’, asesinando a sus propios hermanos.
La primavera llegó y el águila de la muerte desplegó sus alas sobre Managua. La vimos planeando, volando desde los riscos, con el pico y las garras ensangrentadas, tras haber devorado a los primeros hijos del General Sandino. Cargamos los primeros ataúdes sobre los hombros. Las banderas rojinegras se humedecieron de llanto, y el dolor anegó los corazones más fuertes.   
En aquel viejo Cementerio General, recuerdo haber visto mujeres y niños desplomarse de rodillas, llorando entre los féretros. Callaban los viejos campanarios de la iglesia, porque los sandinistas, los que habíamos muerto entonces, aunque católicos, no gozábamos de la bendición del padre, ni del repique de las campanas parroquiales. Bajo aquel cielo soleado, solo sonaban los morterazos de fondo, mientras se cantaba con honor y un orgullo melancólico el ‘Himno a la Unidad Sandinista’, para decir adiós.
La primavera apenas empezaba. Eran los primeros adioses en el camposanto, y el águila del imperio seguía volando rapaz, deteniéndose solo a veces para vigilarnos con recelo desde las copas de los árboles. En cada ciudad, los bastardos levantaban roca sobre roca, impidiendo el paso a todo aquello que oliera a libertad, cuando ser sandinista era quizás el peor de los delitos que nos imputaban.  
En las ciudades construyeron sendos laberintos de piedras, inimaginables. Laberintos insondables, como un inescrutable sueño borgiano, de los que nadie puede escapar, sino a través de la imaginación. Por las noches los pueblos encarcelados ardían como pequeños infiernos donde los diablillos, incitados por su odio, le danzaban a la muerte, disparando sus armas de guerra contra todo aquello que evocara la paz.  
Las ciudades las habían convertido en inmensos campos de concentración y exterminio, como un doble de Auschwitz, pero en la tierra de Sandino, donde los neonazis tenían prisionero, amordazado y con hambre al pueblo. El llanto ahogado de los niños se escuchaba por las noches allá en Diriamba, allá en Niquinohomo o en Monimbó, mientras los anochecidos parques estaban desolados y tristes. La historia hervía por dentro, como una ardiente olla de presión que estallaría en cualquier presente inesperado.   
A la mañana siguiente, un policía había sido quemado vivo cerca de uno de los tranques de la muerte. Insólito escenario, ver la pira funeraria, como un sacrificio u ofrenda al demonio. El águila altiva, observaba desde el oscuro-cielo-amanecido de la capital, y los perros, usando la bandera azul y blanco de la patria, como capa de héroes sin gloria, rondaban el cuerpo, ladraban triunfantes, disfrutando lo dantesco. La antorcha humana se revolcaba de dolor en el suelo, y el ambiente se inundaba de un fuerte olor a luto y tristeza, mientras los hijos del hombre lloraban su partida.
Los medios corporativistas callaron. El silencio los volvió cómplices. Desde esta tumba donde ahora duermo y sueño, no puedo explicar qué rabia sentía estar ante un gran mitómano, sobre todo si su víctima era un hijo más de la muerte. Nosotros no olvidamos a estos genios de la mentira. Aquellos que tomaron el avión y vinieron a Nicaragua a tejer un mundo de fantasías, aquellos que salieron de las cavernas, y al ver que les estorbaba en los ojos la poderosa luz de la verdad, retrocedieron aterrados buscando abrigo en la oscura mentira, arrastrados por las cadenas del Tío Sam.
Los vimos descender desde la terminal aérea, con su equipaje lleno de mentiras, tambaleante entre las manos. Venían gringos, alemanes, franceses, españoles, todos ansiosos por narrar su primera fábula; deseosos de ofrecer “su realidad” de las cosas al mundo de los engañados. La mayoría eran jóvenes, tentáculos del imperio. Al llegar a Managua decían “que venían a cubrir la crisis”, y se decían llamar “Corresponsales de Guerra”.
Bajo tierra y siendo más recuerdo que niño, reconozco cuando los noticieros y los diarios recrean sus propias historias, como los chicos a ojos cerrados recreamos fantasmas en la oscuridad. Y quizás estos muchachos soñadores y “periodistas” tenían un punto de juicio en común, cuando decían que aquello era una guerra. Lo que nunca dijeron es que se trataba de una guerra de baja intensidad, una burda “manipulación mediática (que) hace más daño que la bomba atómica, porque destruye los cerebros’.
En el sueño de los niños revolucionarios que hoy duermen profundamente, alguien pulsa el Botón Rojo desde El Pentágono, solo que esta vez nadie ordena un ataque nuclear como el de Hiroshima y Nagasaki. No es la misma foto, ni el mismo vago recuerdo. Esta vez han dejado caer una letal bomba mediática de la mentira sobre Nicaragua, esa magnitud que destroza la conciencia de los débiles, una onda expansiva que produce una irreparable ceguera.
Cada alborada moría uno, dos, o tres sandinistas. A los diarios no les importaba cuántos. La primavera de la muerte se paseaba feliz, como un ruiseñor, en los jardines del cementerio. Era la revolución de colores en su máximo esplendor, pero los medios alineados a las políticas del imperio, desde el Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos, le llamaban tiernamente: “La Rebelión Estudiantil”, cuando cada mañana era una pesadilla despertar, parpadear, cuando ‘el amanecer había dejado de ser una tentación’.
Cada día llegaban nuevos emisarios de la mentira. El sueño era insostenible. En esa ocasión no eran reporteros, sino dos señores con gafetes de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos. Por su condición y fácil de desnudar con la mirada, sus portafolios ejecutivos cargados de dólares. Dos peleles más, pensé. Esbirros de saco y corbata, gafas gruesas y buena verborrea: los abogados del diablo. Era de imaginarse que habían ensayado su informe de la falacia frente al espejo de la suite en el Hotel Intercontinental, un día antes de venderse como paladines de la verdad, frente al circo mediático y las cámaras de televisión que configuraban aquel espacio montado.  
Ya varios estábamos muertos, pero pedíamos ser vistos, queríamos ser tomados en cuenta dentro de aquella montaña de cifras inverosímiles, fabricadas por los estadistas auxiliares desde el centro de operaciones de la CIDH en Washington. Éramos la nulidad en medio de aquel hedor a muerte, y de tanto sandinista secuestrado y torturado en los cuarteles religiosos y universitarios. Nunca aparecimos en las matemáticas del famoso informe, porque nosotros, aun siendo fantasmas, sí éramos reales, pero el informe era más ficticio que la mejor novela de Julio Verne.
En medio del ruido y la locura que dejó aquella pesadilla, bajo este encierro de cuatro paredes de raíces y tierra mojada, ahora que ha llegado el invierno para lavar las heridas, cada día oscila en mi mente, como un péndulo imparable, aquel tierno poema de Tomás, el guerrillero, donde desmiente al profeta cuando dice que “Todo tiene su tiempo: tiempo de guerra / tiempo de paz. Para Tomás solo existía un tiempo en esta vida: “Y es el tiempo de amar”. En Nicaragua, este es el tiempo de amar: ¡amamos, perdonamos, pero no olvidamos! No olvidamos como niños, jugar en la fuente musical frente a la vieja Catedral; jugamos como sombras desde las entrañas de la muerte, una y otra vez, hasta renacer.   

por Kenneth CHÁVEZ © 


EL AUTOR
____________________

KENNETH CHÁVEZ  
(Managua, Nicaragua. 1986)

Escritor nicaragüense graduado en Filología y Comunicación por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (tesis marxista sobre la poesía de Leonel Rugama). 

Premio a la Máxima Excelencia Cultural con Mención en Literatura (2010), concedido por la UNAN-Managua. Mención especial Concurso de Cuentos (ACH, Centroamérica, 2011). En 2005 fundó el Grupo Literario EROS, y posteriormente la Red Nicaragüense de Escritores Universitarios. Cursó estudios literarios bajo la tutela de los escritores Iván Uriarte, Luis Alberto Ambroggio, Alfonso Chase, entre otros. 

Autor de tres libros aún inéditos: La ola del desierto (colección de poemas, 2007-09), Encomienda para Amalia (relatos: 2010-11) y La fiebre de las rosas (novela corta: 2011). Ha sido de oficio profesor, librero y gestor cultural. Actualmente dirige el Portal de Literatura HEXÁGONO desde su blog oficial (kenneth-chavez.blogspot.com) y trabaja como periodista en su país de origen.