FRAGMENTO: Confieso que el cardonero comenzaba a asfixiarme con su vocecita chillona y pedante, pero me contuve. No quise ser el joven desempleado que cae en prisión por apalear a un horrible viejo que tan sólo él se entiende con sus pendejadas de libros.
K.
por KENNETH CHÁVEZ©
La biblioteca es ilimitada y periódica
si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección,
comprobaría al cabo de los siglos que
los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden
(que repetido sería un orden: El Orden).
J. L. Borges (La Biblioteca de Babel)
Reconozco el hecho que no todos los lectores gozan del doloroso placer de la lectura ―afirmó el vendedor de libros, mientras, elevado tres metros por una escalera corrediza, alcanzaba la penúltima división del anaquel metálico. Me sentí aludido porque pensé que se refería de manera muy directa a mi repentina aparición en aquella librería llamada ‘El cardón’.
Apenas reflexioné sobre su curioso comentario, cuando tan pronto me pidió que le sostuviera tres pesados y vetustos librejos, mientras uno a uno los iba removiendo de la estantería enclenque. Me entretuve observando su extraño aspecto de viejo anémico, mediana estatura, espalda encorvada, calva rosada, ridículas gafas bifocales y unos curiosos prendedores con los sellos editoriales de todos los países del mundo que llevaba engazados en torno a su overol de corduroy. ―Sin embargo ―prosiguió el viejo―, me entristece ver a los indecisos compradores de libros modernos y su manera tan dramática, estúpida y estilizada de poner la vista sobre los escaparates, repasando una hilera de ejemplares. Los muy resueltos escogen los coloridos, gruesos, ilustrados y con las cubiertas forradas hasta los bordes. Por eso ―enfatizó el librero, mientras descendía con dificultad de los escalones―, yo respeto la crítica ortodoxa de alguien como Harold Bloom, quien tras su paradójica proposición sobre el placer y el dolor, como efectos inexorables en la lectura, apunta a encontrar a un homo sapiens triste y espantado. ―Luego de su petulante comentario, el anciano apuntó sus ojos grises sobre la alfombra, donde yo, agobiado por aquel peso, había puesto en forma piramidal los tres libros que él mismo me había pasado. De inmediato, como reflejo automático de la cortesía frente a su desconocido, se presentó:
―Yamil Icabalzeta, para servirle. ¿Vive usted cerca o es que acaso viene de lejos?
―De muy lejos ―le contesté brevemente, mientras le extendía mi temblorosa mano amenazada por una situación primeriza.
―Ya lo imaginaba ―contestó orgulloso―. Su cara no me es conocida, y, como entenderá, aquí no entra mucha gente extraña que digamos. ¿Desea que le ayude en la búsqueda de un autor o título específico, o prefiere pasearse por las galerías? ―agregó.
―Sólo busco el periódico ―le aseguré con algo de vergüenza―. Pero…, a propósito, señor Icabalzeta ―le dije casi titubeante―, el nombre del local está muy bien escrito en el rótulo de madera que cuelga en la ventanilla de su negocio, y la verdad es que nunca pensé que era una tiendita de libros, porque desde afuera no se ve más allá de los vitrales ahumados. De hecho, cuando yo leí ‘El cardón’ pensé que se trataba de un supermercado, porque bien recuerdo yo que hace unos años conocí un supermercado que también se llamaba como su librería. ¿No cree usted que es un nombre poco apropiado para un establecimiento como este?
―No ―contestó tajante y furioso el viejo―. ‘El cardón’, por si no lo sabe, es el nombre de aquel cactus que crece en lugares desérticos, proveyendo de agua, a través de sus retoñitos, a muchos que padecen gran sed por la extensa llanura; y mi librería, hablando metafóricamente, es como uno de esos abrojos que ha crecido en un pueblo árido de cultura, pero que lucha por sobrevivir en medio de la ignorancia y la aridez de esta pobre gente. El cardón siempre espera paciente a ese hombre errante del desierto, para que éste, después de tanto andar, se deleite de su savia; igual es mi librería, caballero. ¿Pero conoce usted una mejor opción para diferenciarlo de un insignificante supermercado?
―Pues, en realidad, no, señor. Pero es difícil entender que se trata de una librería. ¿No sería mejor ponerle su apellido?, por ejemplo, algo así como: “¿Librería Icabalzeta?” ―le sugerí al viejo―; entonces todos entenderían de qué se trata.
―No lo creo así ―me afirmó muy enfático el vendedor―. Además, usted es el único pasante que se ha confundido torpemente. En este pueblo ya todos saben que ‘El Cardón’ es una librería, y por eso no vienen tantos necios como usted, ¿señor…?
―Correa. Mi apellido es Correa ―le dije mientras le daba un par de palmaditas de confianza sobre el hombro izquierdo―. Pero no se moleste, por favor. Tan sólo he venido buscando el periódico.
―¿El periódico? ¿Dice usted el periódico? ―recalcó el librero―. ¿Y para qué puede un despistado como usted querer el periódico cuando se resiste a una librería?
―¿Resistirme yo? No es que me resista, señor Icabalzeta. Sucede que no me gustan las ambigüedades, y menos respecto a la razón social de una empresa ―le afirmé mientras hurgaba mi portafolio-marrón-cenizo buscando mi currículum―. Tome. Lea usted con atención cada punto ―le indiqué mientras le daba las cinco hojas ceñidas por un clip metálico casi oxidado―. ¡Yo soy un creador corporativo de cepa! Mi padre, el licenciado Domingo Correa, me enseñó el oficio de las empresas, y desde entonces me destaco muy bien en estas labores ―le dije con tono de orgullo.
El viejo hizo un repaso sobre las páginas y de inmediato resolvió en devolvérmelas. ―No ―me dijo tajante y a la vez reposado―. Aquí no vendemos periódicos. Sólo libros. Libros de todas las épocas; libros de cada cosa: álgebra, literatura, filosofía… Libros, únicamente libros, “licenciado Correa” ―enfatizó en tono irónico el vendedor―. Eso sí, la mejor librería. Nada de pasquines o novelitas rosas para amas de casa. Aquí tenemos sólo lo mejorcito, literatura de verdad, señor, menos el periódico. Aquí no nos gusta dar publicidad a esos periodistitas de pacotilla.
Confieso que el cardonero comenzaba a asfixiarme con su vocecita chillona y pedante, pero me contuve. No quise ser el joven desempleado que cae en prisión por apalear a un horrible viejo que tan sólo él se entiende con sus pendejadas de libros.
Así que traté de seguirle la corriente y, con gran ventaja, recordé de niño haber hojeado, mientras esperaba mi corte de turno en una barbería ubicada en la antes célebre Avenida Simón Bolívar, un libracho que parecía interesante: La Metamorfosis. Y, como salida de baño, le pregunté si lo tenía en venta.
―¿La Metamorfosis de 1915 del judío-alemán Franz Kafka? ¡Pero por supuesto que lo tengo, señor Correa! ―me expresó excitado, mientras abandonaba sobre un sarroso escritorio el plumero con que había estado sacudiendo cuatro tomos de La Santa Biblia en la versión de Cipriano de Valera―. El pobre Kafkita sufrió mucho, ¿lo sabe? ―me comentó mientras recorría presuroso la quinta galería de las once que tenía a lo ancho y largo del amplio local―. Sí que sufrió mucho ―repetía con su voz chilloncita desde el fondo del pasillo―. La Metamorfosis es lo mejorcito, además de El Proceso o la Carta al padre, por supuesto; aunque a veces pienso que sólo son esquemas que se inventa la gente; porque eso sí, la gentecita intelectualoide se cree la mejor crítica en cuanto a teoría literaria, y todo lo que tocan con los ojos lo contaminan, y ya ves el resultado: clichecitos vulgares y de muy baja estofa. Pero usted no se preocupe por eso, señor Correa; a estas cosas no debe prestar atención, yo porque soy un viejo zorro en estos estadios, pero los jovencitos como usted, que apenas se están iniciando en las terribles sectas borgianas, tienen que darse una guardadita de por lo menos unos veinte años. De manera que si usted tiene ahora unos treinta, cuando cumpla cincuenta podrá tener lecturas más concienzudas, reflexivas y, por ende, juicios más sensatos; hasta entonces estará a salvo de las diabólicas sugestiones de los seudocríticos, ¿me entiende, no?
Por un momento llegué a pensar que el viejo librero estaba loco. Me hablaba con un discurrido monólogo cuando yo sólo asentía por pura complacencia. El cardonero buscaba y rebuscaba desmadejado entre los libros y no daba con mi solicitud. ―Kafka, Kafkita… ―repetía consolándose, mientras hurgaba incontrolable entre los anaqueles. Yo, en tanto, me sentí arrepentido de no haberlo golpeado por los insultos que me hiciera al principio, quizá estuviera en el Parque Darío leyendo muy tranquilo las Páginas Amarillas del periódico, tal vez ya tendría seleccionado tres o cuatro puntos donde ir a solicitar empleo; supongo que con algo de suerte me hubieran contratado a estas alturas del día. Pero vaya destino el mío, tenía que soportarlo todo, ya no lo podía golpear, no podía insultarlo ni decirle que era un viejo tarado, y que a esta maldita pocilga no venía nadie porque a nadie le interesaban los libros, y menos los vendidos por un pusilánime que usa el nombre de un supermercado para una librería. No podía decirle que me marchaba; había un propósito que nos mantenía unidos, un proyecto de vida. Sí, eso, un proyecto de vida. Y quién iba a huir de un proyecto de vida cuando antes todo había sido inútil. Porque qué es en realidad la vida de un desempleado: una mierda aplastada a la que ni las moscas se le paran. Ahora no podía escapar, quizá tenía algo: un viejo loco navegando en una pila de libros, una librería llamada ‘El Cardón’, y algo más que esperanzas añoradas. Tenía una búsqueda posible, un futuro prometedor, pues por primera vez había alguien ayudándome a urdir mi propia empresa, algo que no tenía antes, siempre he estado solo en mis propósitos y ahora estaba Yamil.
―Estaba aquí, podría jurarlo ―me dijo con algo de frustración.
―No se preocupe si no lo tiene a mano ―le advertí con intenciones eludibles―. Vendré a buscarlo mañana si quiere.
―¡No señor!, ningún cliente de Yamil Icabalzeta se marcha sin su codiciado veneno. Tendrá hoy la tortuosa historia de Gregorio Samsa o me dejo de llamar librero. Así que sígame ―me indicó cuando se dirigía hacia un saloncito de lectura; en medio de éste había una alfombra parda y en forma ovalada, la cual levantó para ubicarla sobre un viejo diván que estaba en un rincón; bajo aquella alfombra se descubría una especie de puerta secreta, así que tiró de la manivela y abrió. El viejo se introdujo como un ratón en su agujero. ― ¡Sígame, Correa! ―me dijo todavía entusiasmado. Y descendimos por las graderías de lo que, en apariencias, era un sótano.
―Aquí debe andar rumiando esa cucaracha de Samsa ―me dijo enérgico, en tanto encendía un candil de mecha exigua y yo terminaba de confirmar su locura. Aquel lugar estaba lleno de libros por todos lados, la mayoría empotrados dentro de enormes cajas de cartón industrial. El viejo vendedor husmeaba incesante las cajas sin resultados positivos. Curiosamente, dentro del sótano había una bodeguita. El cardonero liberó un enorme candado de acero que aseguraba la pesada puerta de metal, y al instante me invitó a entrar con él. En el sitio había varias barricas de vinos, exquisitas en tallas de roble francés por su peso y color, que el viejo ya se disponía a sacar. ―Por aquí debe de andar esa cucaracha ―me repetía con su vocecita de pitido ahogado―. Tenga, llévelo afuera. ―Y con gran esfuerzo sacamos más de ocho barriles de la bodeguita, y yo de tan cansado que me sentía le dije que mejor vendría al día siguiente―. ¡No, señor Correa! ¡Estamos muy cerca! ―me expresó beligerante―. Mire esta puerta ―me dijo apuntando al suelo―. Debajo está el piso de la cucaracha. ―Debo confesar que me asombré tanto cuando abrió aquella pequeña solapa subterránea que al descender conducía a un paradójico “sótano de la bodeguita del sótano”.
Estaba realmente preocupado y comenzaban mis viejos arrepentimientos por no haber golpeado al cardonero. Pero ya era demasiado tarde para reaccionar, yo lo sabía. A las cinco de la tarde no le daban empleo a ningún desocupado, y de todos modos tendría los días venideros para continuar en mi búsqueda laboral, así que no importaba si seguía en la locura del pobre Icabalzeta. Me puse a pensar que tal vez él un día fue un desempleado como yo, y que para justificar su miserable existencia se puso a vender libros y no supo cómo llamarle a su librería y, por ingenua equivocación, le puso el nombre de un supermercado. Así que descendí atravesando la oscura boca de aquella puerta, y el librero encendió otro candil que llevó consigo. La media luz daba contra unos tablones que cubrían una enorme estructura enrejada, y en seguida le pregunté a Icabalzeta qué era aquella cosa.
―Es el descensor ―me dijo lacónico.
―¿Cómo que el descensor? ―le inquirí con asombro.
―Ven ―me dijo―. Ayúdame a quitar estos tablones y a destrabar la clavija de la puerta. ―Así lo hicimos.
Posteriormente entramos en aquella estructura cúbica, y el viejo cerró de un portazo. Bajó dos palancas sarrosas que estaban en el lateral derecho de la caja y una especie de motor gangoso se encendió. La caja enrejada fue descendiendo de manera lenta, movida por unas correas de acero. Yo, en aquel momento, comencé a dudar de la realidad, y pensé que todo aquello era una horrible pesadilla, y que el viejo no era más que un producto bobo y alucinante de mi subconsciente, así que no perdía nada, porque en fin, si me despertaba no tendría un propósito de existencia, un proyecto de vida, y que si esto era un sueño yo podía atreverme a todo, por lo que seguí jugando sobre aquel dudoso tablero de los sueños.
Descendíamos por el oscuro camino de la nada. Icabalzeta se concentraba en el cronómetro de su reloj de pulsera, y yo le pregunté qué hacia dónde íbamos y por qué miraba tanto su reloj. Él me aseguró que íbamos donde estaba la cucaracha, y leía su reloj porque cada cinco segundos de intervalo pasábamos de un piso a otro; y, según sus cálculos, teníamos que llegar al onceavo piso, que correspondía, en base a un tal alfabeto ibérico, a la letra K, de Kafka, en un aproximado de sesenta segundos. Luego de veinte segundos el calor comenzaba a arder en aquel confín infernal, y esto me hizo confirmar que estaba en una pesadilla; sin embargo, el chirriar de las correas sobre los carretes me hacía pensar que todo era real, y que en verdad el cardonero estaba bastante loco, por lo que más preocupado le dije que me tenía que marchar.
―Ya estamos aquí ―me indicó con una carcajada llena de satisfacción, y al instante subió una de las palancas y el transportador metálico se detuvo de forma brusca, a tal extremo que el viejo se dio un golpe en la cabeza. Al detenerse el descensor en aquel lugar, el librero me pidió que destrabara el cerrojo y empujara la puerta, y así lo hice; en seguida dimos de frente con otra puerta de dos pliegos de madera enormes, y uno de ellos tenía grabado el nombre de la librería en letras grandes y el otro la letra K, definida por un alto relieve en dorado.
―¡Aquí estamos, señor Correa! ―me dijo embargado de ánimo. Estaba yo comenzándome a sentir enfermo, con algo de mareos a causa de mi presión alterada, cuando nos metimos en aquel lugar desordenado por tantas cajas y libros, muchos de ellos defecados y carcomidos por las ratas, mohosos por la humedad que producía la lluvia o la cañería defectuosa de la infraestructura, y otros devorados por la inexorable polilla, que también infectaba a una enorme montaña de facturas y recibos elevada sobre unos archiveros de tablones desvencijados.
―Esto comienza a convertirse en un majestuoso almacén Onettiano, ¿no le parece, señor Correa? ―me inquirió, y yo desentendido por el comentario apenas le asentí con un movimiento de cabeza.
―Vea, señor Correa, es el único cliente acucioso que he tenido en años, y por su vasta cultura le va ir muy bien en la vida. Por ejemplo, míreme a mí, señor, yo también fui como usted. Estudié administración de empresas y, para llegar a tener la mía propia, tuve que sacrificarme mucho. Mi difunto padre, el reconocidísimo doctor Jorge Luis Icabalzeta, fue el que me inició en este hermoso proyecto, y a él mí también difunto abuelo, prestigioso abogado y librero, Cristóbal Icabalzeta; y ya ve qué bien nos ha ido a todas las generaciones de Icabalzetas. Así que, anímese un poco, que ya todo va en buena marcha.
―Es usted muy amable ―le dije, mientras lo vi poner la cara de lagartija encantada por haber encontrado finalmente el tan buscado libro.
―Aquí tiene ―me aseguró con firmeza. El viejo cardonero había sacado de una roída caja varios ejemplares de La Metamorfosis, y separó uno para dármelo. El libro era pequeño, y estaba en excelentes condiciones, pese a todas las vicisitudes que había pasado en aquel edificio boca abajo. La portada negra contenía una fotografía, de medio plano, con la cara triste y seca de un muchacho que, además de estar vestido de saco y corbata, lucía un ridículo peinado de adolescente inseguro y le sobresalían unas risibles orejas gatunas. Entonces pensé que yo también estaba quedando loco, y que mejor me retiraba porque empeorarían las cosas, y hasta podía cesar mi indulgencia de golpear al pobre Icabalzeta. Así que le di las gracias, y le dije que tenía que irme pronto, con la excusa barata que se hacía noche y que tenía una cita con una hermosa chica que lo prometía todo.
―¡Vaya pícaro que salió usted, señor Correa! ―me dijo tratando de ganarse mi confianza―. Pero mire ―prosiguió―, no se avergüence, yo entiendo. Esas cosas las aprendió en los libros, ¿cierto? No tenga pena, Correa, yo también tuve mis tiempos. Aquellos en que salía de Adonis, de Romeo, de Juan Tenorio, ¿ya sabe, no? Chicas por aquí, chicas por todos lados. De joven se disfruta mucho, Correíta ―me sonrió mientras me daba de empujaditas con el codo en mi costado derecho. Entonces nos apresuramos a salir de aquellas oquedades sinuosas y me despedí del cardonero con la intención de ir a casa a dormir.
El día siguiente sería duro, y significaba enfrentarme nuevamente con la cara chata y abrumada al viento de la desgracia, en un desierto donde las oportunidades sólo crecen como esa planta a la que se refería el pobre de Icabalzeta. Así que le di la mano en señal de despedida y, cuando ya atravesaba el dintel de la puerta de cristal, me gritó con gran sorpresa: ―¡Oiga, Correa! ¿No quiere venir mañana para ayudarme a reordenar el sótano?, le pagaré muy buen dinero.