El día que
me iban a matar, había soñado con jugar bajo los
chubascos de la colorida fuente musical, allá frente a la vieja Catedral de
Managua. Un ángel de alas rotas nos custodiaba desde el cenit del ‘terremoteado’
edificio histórico. Eran los días felices, antes del frustrado golpe. Salté de
la cama despavorido a las seis y treinta de la mañana, al estallar el primer
morterazo, proveniente de la muralla de piedras que sitiaba, por infortunio de
la vida, mi casa. Era la hora de ir a misa. Con las greñas en los ojos y los
últimos retazos de aquel vago sueño, me enrumbé hacia la parroquia que
posteriormente se convertiría en un atípico y clandestino almacén de armamento
de guerra y guarida de sediciosos.
La imaginación que nos ataca de
sorpresas, me atinó sin treguas en aquel destiempo. Entonces pensé en el
milagro. Vivir una revolución tierna y pura. De niño ya crecía orgulloso con
ese espíritu de lucha, heredado por nuestros abuelos, nuestros héroes y
mártires. Algunos incautos, como aquel padre que desde el púlpito maldecía y
lanzaba los más duros improperios contra la revolución, creyeron que podían
acabar con esa mística; pero la derrota de la oposición, desde la iglesia y sus
variados flancos extremistas, ya estaba proféticamente en la raya, como un
canto de lechuza que anuncia de forma anticipada su propia muerte.
Mucho antes de haber fraguado su artero
plan, los golpistas ya habían sido condenados al fracaso por la misma historia.
En medio de su vasta ingenuidad y torpeza, nunca sospecharon que el sandinismo
tenía la capacidad de reinventarse: el cambio y la lucha sin fin, como el Ave
Fénix, con esa inherente fortaleza de renacer desde las cenizas. Pero los
bastardos, antes de nacer ya habían intentado asesinar a la patria. Desde el
vientre, asfixiados por el líquido amniótico de la maldad, la ira y la
discordia, incubaron los más perversos planes.
En aquel abril desataron su gruñido de
odio y desamor, lanzándose como perros rabiosos, como les llamó el Comandante,
atizados por la ferocidad, la irracionalidad y el delirio de sus más bajos
propósitos. La tierra, que no perdona, se los tragó de un solo bocado, sin
aviso. Los malos hijos no merecen gozar ni del abrigo, ni de la herencia. Pero
los desheredados tenían un plan que urdía sus más hondas raíces en otros
abriles, con una mezquindad inigualable, apostaban al poder, el dinero y la
gloria, transformándose en iracundos ‘caínes’, asesinando a sus propios
hermanos.
La primavera llegó y el águila de la
muerte desplegó sus alas sobre Managua. La vimos planeando, volando desde los
riscos, con el pico y las garras ensangrentadas, tras haber devorado a los
primeros hijos del General Sandino. Cargamos los primeros ataúdes sobre los
hombros. Las banderas rojinegras se humedecieron de llanto, y el dolor anegó
los corazones más fuertes.
En aquel viejo Cementerio General,
recuerdo haber visto mujeres y niños desplomarse de rodillas, llorando entre
los féretros. Callaban los viejos campanarios de la iglesia, porque los
sandinistas, los que habíamos muerto entonces, aunque católicos, no gozábamos
de la bendición del padre, ni del repique de las campanas parroquiales. Bajo
aquel cielo soleado, solo sonaban los morterazos de fondo, mientras se cantaba
con honor y un orgullo melancólico el ‘Himno a la Unidad Sandinista’, para
decir adiós.
La primavera apenas empezaba. Eran los
primeros adioses en el camposanto, y el águila del imperio seguía volando
rapaz, deteniéndose solo a veces para vigilarnos con recelo desde las copas de
los árboles. En cada ciudad, los bastardos levantaban roca sobre roca,
impidiendo el paso a todo aquello que oliera a libertad, cuando ser sandinista
era quizás el peor de los delitos que nos imputaban.
En las ciudades construyeron sendos
laberintos de piedras, inimaginables. Laberintos insondables, como un
inescrutable sueño borgiano, de los que nadie puede escapar, sino a través de
la imaginación. Por las noches los pueblos encarcelados ardían como pequeños
infiernos donde los diablillos, incitados por su odio, le danzaban a la muerte,
disparando sus armas de guerra contra todo aquello que evocara la paz.
Las ciudades las habían convertido en
inmensos campos de concentración y exterminio, como un doble de Auschwitz, pero en
la tierra de Sandino, donde los neonazis tenían
prisionero, amordazado y con hambre al pueblo. El llanto ahogado de los niños
se escuchaba por las noches allá en Diriamba, allá en Niquinohomo o en Monimbó,
mientras los anochecidos parques estaban desolados y tristes. La historia
hervía por dentro, como una ardiente olla de presión que estallaría en
cualquier presente inesperado.
A la mañana siguiente, un policía había
sido quemado vivo cerca de uno de los tranques de la muerte. Insólito
escenario, ver la pira funeraria, como un sacrificio u ofrenda al demonio. El
águila altiva, observaba desde el oscuro-cielo-amanecido de la capital, y los
perros, usando la bandera azul y blanco de la patria, como capa de héroes sin
gloria, rondaban el cuerpo, ladraban triunfantes, disfrutando lo dantesco. La
antorcha humana se revolcaba de dolor en el suelo, y el ambiente se inundaba de
un fuerte olor a luto y tristeza, mientras los hijos del hombre lloraban su
partida.
Los medios corporativistas callaron. El
silencio los volvió cómplices. Desde esta tumba donde ahora duermo y sueño, no
puedo explicar qué rabia sentía estar ante un gran mitómano, sobre todo si su
víctima era un hijo más de la muerte. Nosotros no olvidamos a estos genios de
la mentira. Aquellos que tomaron el avión y vinieron a Nicaragua a tejer un
mundo de fantasías, aquellos que salieron de las cavernas, y al ver que les
estorbaba en los ojos la poderosa luz de la verdad, retrocedieron aterrados
buscando abrigo en la oscura mentira, arrastrados por las cadenas del Tío Sam.
Los vimos descender desde la terminal
aérea, con su equipaje lleno de mentiras, tambaleante entre las manos. Venían
gringos, alemanes, franceses, españoles, todos ansiosos por narrar su primera
fábula; deseosos de ofrecer “su realidad” de las cosas al mundo de los
engañados. La mayoría eran jóvenes, tentáculos del imperio. Al llegar a Managua
decían “que venían a cubrir la crisis”, y se decían llamar “Corresponsales de
Guerra”.
Bajo tierra y siendo más recuerdo que
niño, reconozco cuando los noticieros y los diarios recrean sus propias
historias, como los chicos a ojos cerrados recreamos fantasmas en la oscuridad.
Y quizás estos muchachos soñadores y “periodistas” tenían un punto de juicio en
común, cuando decían que aquello era una guerra. Lo que nunca dijeron es que se
trataba de una guerra de baja intensidad, una burda “manipulación mediática (que)
hace más daño que la bomba atómica, porque destruye los cerebros’.
En el sueño de los niños
revolucionarios que hoy duermen profundamente, alguien pulsa el Botón Rojo desde
El Pentágono, solo que esta vez nadie ordena un ataque nuclear como el de
Hiroshima y Nagasaki. No es la misma foto, ni el mismo vago recuerdo. Esta vez
han dejado caer una letal bomba mediática de la mentira sobre Nicaragua, esa magnitud
que destroza la conciencia de los débiles, una onda expansiva que produce una
irreparable ceguera.
Cada alborada moría uno, dos, o tres
sandinistas. A los diarios no les importaba cuántos. La primavera de la muerte
se paseaba feliz, como un ruiseñor, en los jardines del cementerio. Era la
revolución de colores en su máximo esplendor, pero los medios alineados a las
políticas del imperio, desde el Consejo Permanente de la Organización de
Estados Americanos, le llamaban tiernamente: “La Rebelión Estudiantil”, cuando
cada mañana era una pesadilla despertar, parpadear, cuando ‘el amanecer había dejado de ser una
tentación’.
Cada día llegaban nuevos emisarios de
la mentira. El sueño era insostenible. En esa ocasión no eran reporteros, sino
dos señores con gafetes de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos. Por
su condición y fácil de desnudar con la mirada, sus portafolios ejecutivos
cargados de dólares. Dos peleles más, pensé. Esbirros de saco y corbata, gafas
gruesas y buena verborrea: los abogados del diablo. Era de imaginarse que
habían ensayado su informe de la falacia frente al espejo de la suite en el
Hotel Intercontinental, un día antes de venderse como paladines de la verdad,
frente al circo mediático y las cámaras de televisión que configuraban aquel
espacio montado.
Ya varios estábamos muertos, pero
pedíamos ser vistos, queríamos ser tomados en cuenta dentro de aquella montaña
de cifras inverosímiles, fabricadas por los estadistas auxiliares desde el
centro de operaciones de la CIDH en Washington. Éramos la nulidad en medio de
aquel hedor a muerte, y de tanto sandinista secuestrado y torturado en los
cuarteles religiosos y universitarios. Nunca aparecimos en las matemáticas del
famoso informe, porque nosotros, aun siendo fantasmas, sí éramos reales, pero
el informe era más ficticio que la mejor novela de Julio Verne.
En medio del ruido y la locura que dejó
aquella pesadilla, bajo este encierro de cuatro paredes de raíces y tierra
mojada, ahora que ha llegado el invierno para lavar las heridas, cada día
oscila en mi mente, como un péndulo imparable, aquel tierno poema de Tomás, el
guerrillero, donde desmiente al profeta cuando dice que “Todo tiene su
tiempo: tiempo de guerra / tiempo de paz. Para Tomás solo existía un
tiempo en esta vida: “Y es el tiempo de amar”. En Nicaragua, este
es el tiempo de amar: ¡amamos, perdonamos, pero no olvidamos! No olvidamos como
niños, jugar en la fuente musical frente a la vieja Catedral; jugamos como
sombras desde las entrañas de la muerte, una y otra vez, hasta renacer.
por Kenneth
CHÁVEZ ©
EL AUTOR
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(Managua, Nicaragua. 1986)
Escritor nicaragüense graduado en Filología y Comunicación
por la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (tesis marxista sobre la
poesía de Leonel Rugama).
Premio a la Máxima Excelencia Cultural con Mención en
Literatura (2010), concedido por la UNAN-Managua. Mención especial Concurso de
Cuentos (ACH, Centroamérica, 2011). En 2005 fundó el Grupo Literario EROS, y
posteriormente la Red Nicaragüense de Escritores Universitarios. Cursó estudios
literarios bajo la tutela de los escritores Iván Uriarte, Luis Alberto
Ambroggio, Alfonso Chase, entre otros.
Autor de tres libros aún inéditos: La ola
del desierto (colección de
poemas, 2007-09),
Encomienda para Amalia (relatos: 2010-11) y La fiebre de las rosas (novela
corta: 2011). Ha sido de oficio profesor, librero y gestor cultural.
Actualmente dirige el Portal de Literatura HEXÁGONO desde su blog oficial
(kenneth-chavez.blogspot.com) y trabaja como periodista en su país de origen.